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Los cálculos de Santos, cada vez lo hacen menos creíble

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Editorial por José Girón Sierra

Analista del Observatorio de Derechos Humanos del IPC

En el caso del destituido alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, muchos creíamos que una medida de protección por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sería acatada por el Gobierno, puesto que así lo había prometido el presidente, Juan Manuel Santos, dentro y fuera del país. La sorpresa fue su abierto desacato, lo que invita a sopesar sus implicaciones.

La palabra empeñada era un valor inquebrantable en tiempos en los cuales ésta, la palabra, estaba por encima de cualquier otra formalidad. Es sin duda uno de los valores que se han desdibujado de manera plena a causa de una sociedad  en la cual se ha ido afincando la trampa y la maleabilidad de los compromisos. La caricatura del presidente Santos como pinocho, a raíz de la poca consistencia de sus posturas políticas y la fama, bien ganada, de un personaje que se configura desde la oportunidad y las ventajas coyunturales, representa, salvo algunas excepciones, de manera paradigmática las prácticas de una elite fundada en la mentira que se arropa de legalidad y cínicamente de democracia. Lo ocurrido con el Alcalde Petro es un hecho más de una larga historia que, en un  personaje como Santos, corrobora la percepción de encontrarnos ante alguien en quien no es posible confiar, ya que sus ejecutorias nos alertan de su escasa credibilidad.

Esta decisión no es más que la consecuencia del cálculo político desencadenado por unos resultados electorales que, en el caso concreto de Bogotá, señaló el menoscabo electoral de la Unidad Nacional santista, considerada dominante en la Capital, en favor del Centro Democrático que, sin demasiado esfuerzo, le arrancó una buena tajada. También coincide con el desencanto electoral que sigue marcando la pauta en las encuestas, por lo cual era indispensable imprimir un timonazo, en campos tan sensibles como la movilidad, la seguridad  y la salud capitalinas, como bien lo consigna en su plan de choque  para Bogotá, que fue dado a conocer el 25 de marzo, para lo cual milagrosamente aparecieron cuantiosos recursos.

Tal como están las cosas, la estrategia  no admite dudas, para Santos por encima de cualquier cosa está su reelección y, para ello, no importa pasar por encima de su palabra, desconocer  los compromisos internacionales y tomar una decisión, como la tomada, que afecte la necesaria confianza, tan indispensable para un  proceso de tanta importancia como los diálogos de paz con la insurgencia en La Habana, Cuba.  Se repite pues la historia: A Uribe no le importó corromper el congreso para sus fines reeleccionistas y a Santos, como buen alumno, no le importó llegar a destituir  a quien ocupaba el segundo cargo más importante, para fines similares.

¿Por qué el proceso de La Habana? Las razones son apenas obvias. El proceso no transita bajo unas condiciones que construyan la tan indispensable confianza. El recelo, producto de una guerra que mantiene sus niveles de crudeza y brutalidad, es dominante. Las improntas del ataque a casa verde en 1990 cuando se trabajaba en un proceso de paz  y la ruptura unilateral del  Caguán por parte del gobierno de turno,  entre otras, se mantienen como referentes de una élite en la cual continúa, de manera dominante, la idea de la contrainsurgencia y de la eliminación del contrario. Un proceso de negociación de un conflicto exige que la guerra misma, paradójicamente, hubiese transformado a sus actores centrales, en el sentido de remover su estructura de creencias y valores, expresado en la renuncia formal y real a la guerra. Pero todo parece  indicar que esto  aún  está crudo y en ciernes.

No hay ninguna razón para pensar que la lógica  utilizada por Santos, para precipitar la destitución del alcalde Petro, no sea aplicada en el caso de la negociación de La Habana. Pero lo más importante es que, aún bajo las condiciones de un acuerdo, Santos no es la mejor garantía para que dichos acuerdos se concreten en la vida política y social del país. Definitivamente es un personaje no creíble y en extremo poco confiable, por una razón de fondo: no es posible identificar en él un principio rector de su vida, salvo aquel que lo ha hecho un maestro de la marrulla. Ello explica la importancia que tienen en este caso los procesos de validación de dicha negociación. La puja estará, de parte de la insurgencia, en llegar a un  mecanismo que goce del mayor poder vinculante y, de parte del Gobierno, en lograr más juego y capacidad de maniobra para hacer que los acuerdos sean lo menos lesivo a sus intereses.

La destitución del Alcalde Petro deja pues un mal sabor que nos lanza a la desesperanza, al tornar esquiva la tan anhelada luz al final del camino, con respecto a que el pueblo colombiano cuente con oportunidad de transitar por un sendero democrático, en donde no sea el miedo el que regule las relaciones sociales, y que  como  siempre lo hemos dicho: las diferencias y pluralidades sean las mejores oportunidades para el progreso y no la justificación para las violencias  que nos agobian.  Amanecerá y veremos.

 

José Girón Sierra

Observatorio de DDHH_IPC

Marzo 2014