Si ni siquiera pueden ser policías, ¿entonces qué?

Editorial por José Girón Sierra, analista de paz del Observatorio de Derechos Humanos del IPC

El 26 de enero de 2015 el Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, en uno de sus tantos viajes buscándole recursos al postconflicto, declaró en París (Francia) lo siguiente: «En las zonas de conflicto queremos una presencia especial donde por muchos años han soportado la guerra y hemos pensado que el concepto de la gendarmería funciona como anillo al dedo, en esas zonas. No lo descarto, que esa policía tenga presencia de guerrilleros desmovilizados, eso hay que negociarlo entre las dos partes”.

Esta postura del primer mandatario colombiano, mostró de parte de los enemigos del proceso de La Habana y de no pocos sectores políticos del país ––que de dientes para fuera dicen aprobar las negociaciones pero de dientes para adentro hacen parte de ese coro opositor––, una reacción de cuyo tono sólo era posible inferir violencia, agresividad y un espíritu retaliativo.

Los argumentos esgrimidos por personajes como los líderes del Centro Democrático; el  Procurador General, Alejandro Ordóñez; y la mayoría de los medios; han ido desde afirmar que la dirección de la Policía se la van a entregar a la guerrilla, hasta opiniones como las del neodefensor de las víctimas el procurador Ordoñez, en las que señala que una decisión de este tipo entrañaría “El absurdo de poner la seguridad de las víctimas en manos de sus victimarios¨. La importancia del debate que este hecho ha suscitado radica en que allí se devela el calado de las aversiones al proceso de negociación en La Habana (Cuba) y, con ello, las grandes dificultades que enfrenta un desafío de fondo como la reconciliación.

La reconciliación es un concepto complejo con diversas maneras de abordarlo, en tanto aparatos ideológicos como las iglesias y los partidos políticos, por ejemplo, tienen sus propias lecturas y acentos. Pero hay componentes ineludibles: la reconciliación  en conflictos armados de larga duración  implica  procesos sociales y políticos de larga duración, encaminados a tratar las causas por las que se originó el conflicto; exige que a las víctimas les sean reconocidos sus derechos de manera satisfactoria; y entraña un cambio cultural en la estructura de valores y de creencias, que se expresa en que nuevas emociones se abren paso para hacer viable un nuevo marco de relaciones. Por ello, la reconciliación es un proceso que implica la reconstrucción del tejido social y el establecimiento de una nueva legalidad. En un ambiente social plagado de odio,  miedo, desconfianza y egoísmo, deben abrirse paso el amor, la confianza, la solidaridad y el altruismo, siendo los que primen en las relaciones sociales. Así, en un conflicto armado desatado por prácticas excluyentes, la superación y la transformación deben conjugar el verbo incluir, si espera que el proceso sea verdadero y sostenible. Y cuando se habla de inclusión es para insurgentes y no insurgentes, es para todos. Dicho de otra manera, el Estado de derecho, en sus derechos y deberes, es para todos. Y esto implica, en el caso de un fin exitoso en las negociaciones de La Habana, que una vez resueltos los contenidos de justicia transicional, el grueso de las FARC entrará a ser parte de esta sociedad. Asombra que pueda existir alguien que conciba que un proceso, como el que se lleva a cabo en Colombia, sea para aplicar un criterio excluyente con quienes se busca dejen las armas y se  incorporen a la vida civil, lo cual aparte de contradictorio es un total absurdo.

Lo anterior podría sonar a discurso teórico, sin embargo hechos tan significativos como los ocurridos en Sudáfrica, Irlanda del Norte, El Salvador, Nicaragua y Uruguay, para mencionar algunos, en donde exguerrilleros pudieron llegar al cargo más importante de un país, como la presidencia, demuestran que el debate al cual venimos asistiendo, aparte de desproporcionado está exhibiendo nuestras precariedades en materia de reconciliación, permanentemente alimentadas por quienes han sido beneficiarios de la guerra y por un presidente como Santos quien muy poco aporta, pues aparte de un lenguaje plagado de improperios hacia aquellos a quienes quiere sacar de la guerra, se la pasa  retractándose y dando explicaciones a cada reacción de la oposición y de las fuerzas militares, en cabeza de su Ministro de la Defensa, Juan Carlos Pinzón, insinuando improvisación y hasta contradicciones en asuntos delicados. A Santos se le abona el haberse atrevido a plantearse el actual proceso con las FARC y su muy probable cierre exitoso, pero preocupa sobremanera que sus afectos a la seguridad democrática, sus vínculos ideo-políticos con el neoliberalismo y a su escaso interés en desmontar la doctrina de seguridad, que ha dominado la praxis del aparato coercitivo del Estado ––de donde proviene  su talante camorrero y contradictorio––, en nada le favorecerían en el gran reto de imaginar un escenario de reconciliación y, por lo tanto, en liderar el proceso que ayude a cicatrizar las heridas dejadas por una guerra tan degradada como la colombiana. Lo grave es que aún no tenemos, en los nuevos y viejos liderazgos, alguien que cuente con la fuerza y credibilidad para encarnar y encarar un reto de esta naturaleza.

En un momento en el cual se instala en La Habana la sesión número 32 de este proceso de negociación, prepararse para el postconflicto exige sin duda conseguir  los recursos  para  financiar  aquellas políticas encaminadas a plasmar como realidad  los acuerdos a los cuales se llegue, como lo viene haciendo el Gobierno. Pero esto podría terminar en una descomunal malversación de fondos si no se toma en cuenta que la reconciliación, como antídoto contra  la continuidad de la guerra, va más allá de criterios económicos y políticos y pasa de fondo en admitir la posibilidad de que, en algún momento, un exguerrillero proporcione seguridad o llegue, como se ha indicado, a ocupar el primer cargo del país. La realidad parece indicar que para llegar a esto, nos falta todavía mucha cinta para el moño.