Artículo de opinión por José Girón Sierra

Analista de paz y conflicto del Observatorio de Derechos Humanos del IPC

El pasado fin de semana, a través del comunicado dado a conocer al cierre del ciclo 39 de las conversaciones de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC, y habida cuenta de la decisión de esa guerrilla de iniciar un nuevo cese unilateral al fuego a partir del 20 de julio; los negociadores comunicaron la voluntad de las partes de retomar el desescalamiento en las acciones armadas, en la perspectiva de un cese bilateral de hostilidades, y de acelerar el proceso de negociación en los temas que faltan por tratar.

Esta es una decisión para celebrar porque cuando la mayoría de colombianos creíamos que el proceso estaba en su peor momento, el Gobierno y la insurgencia por fin dieron señales de que aún les queda algo de sensatez y cordura. Como a toda situación negativa, a las crisis casi siempre las acompaña una cara positiva: volver sobre la guerra permitió ver con mayor claridad cuál es el pálpito que anima a la sociedad colombiana y sobre todo constatar que eso de negociar en medio del conflicto les estaba generando grandes costos políticos a sus actores centrales y, por lo tanto, un daño por momentos peligroso para el proceso mismo.

Reforzar la presencia internacional con un delegado del Secretario General la ONU, y con un delegado de Unasur, que para este caso será el exministro de Defensa de Uruguay, José Bayardi, indica que hay una decisión de que a los acuerdos es preciso rodearlos de garantías, de legitimidad y, a la vez, admitir que este reforzamiento implica  una observancia y seguimiento externo que se convierte en una presión positiva para las partes. Ante una avalancha de opositores al proceso, encabezados por el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez, y por el expresidente, Álvaro Uribe Vélez, la veeduría  internacional al desescalamiento de la guerra y el deseable cese bilateral del fuego, eliminarán las suspicacias y los balances acomodados en los que han incurrido los detractores.

Sin embargo, tras estas buenas noticias no falta el PERO. En su última alocución el Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, señaló: “Vamos a estar vigilantes sobre lo que hoy se pactó. Y en cuatro meses a partir de ahora, dependiendo de si las FARC cumplen, tomaré la decisión de si seguimos con el proceso o no”. Emulando a su antiguo jefe, no podía faltar la amenaza.

Al respecto es precisos recordarle al Presidente Santos que su segundo mandato estaba más que embolatado. Fueron la izquierda y el movimiento social democrático quienes se la jugaron para que el resultado le fuera favorable, no obstante sus reservas ante un político proveniente de las huestes tradicionales y con un historial nada confiable; se le creyó que el corazón de su proyecto de gobierno era terminar, por la vía negociada, el conflicto armado, proceso iniciado en su primer mandato, y por eso se votó a su favor. Además, la paz es un derecho y una obligación, como reza en la Constitución que el mandatario juró defender.

De manera que, dado lo que está en juego, el presidente Santos debería respetar los compromisos adquiridos y no romperlos con sus decisiones. Pero, si se llegase a presentar una circunstancia que COLOQUE EN VILO EL PROCESO como la posibilidad de su fracaso, sería preciso que se contemple una consulta al país y que ésta no sea  sólo para refrendar los acuerdos. Esperamos que algo así no llegue a presentarse y que más bien se den las cosas para que por fin dejemos de soñar y podamos encontrarnos en la tarea concreta de reconstruir este país. Lo pactado este fin de semana nos pone de nuevo en el camino de la esperanza.


* Las ideas aquí expresadas son responsabilidad exclusiva del autor y en nada comprometen al Instituto Popular de Capacitación (IPC)