Las ‘nuevas’ víctimas: ¿de qué y de quién?

El 2 de abril de 2016, durante la Marcha convocada por el Centro Democrático, algunos de los participantes vistieron camisetas contra la restitución de tierras. Foto Twitter: @JAIM3_ANDR3S

Artículo de opinión por Diego Herrera Duque, presidente del IPC

Luego de cinco años de implementación de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras; de haberse firmado el acuerdo de víctimas en la mesa de negociaciones con las FARC en La Habana, Cuba, el pasado 15 de Diciembre; y a pocos días de haberse celebrado el Día Nacional de Solidaridad con las Víctimas en Colombia; vivimos una paradoja un poco extraña y, por lo menos, absurda políticamente. Muchos de los acusados como victimarios de amplios sectores de la sociedad, se han convertido, por obra y gracia de la distorsión, el miedo y la persuasión,  en víctimas. Y vuelven a re-victimizar muchas veces a defensores de Derechos Humanos, líderes sociales y políticos, campesinos, grupos étnicos y reclamantes de tierras, asumiéndose como ‘víctimas’ que defienden sus legítimos derechos ante una supuesta agresión recibida. Vuelven a rondar las preguntas: ¿Víctimas de qué y de quién? ¿Hay víctimas buenas y víctimas malas?

En lo que parece existir un consenso en amplios sectores de la sociedad colombiana, es en que efectivamente a razón de la violencia política existen víctimas del Estado, de la insurgencia y de los paramilitares como expresión contrainsurgente del Estado no pocas veces mezclada con actividades asociadas al narcotráfico. De los dos primeros, quizás haya mayor claridad en cuanto a responsabilidades asumidas fruto de las negociaciones que se desarrollan en La Habana, pero de los últimos era más claro hasta cuando entraron a negociar con el gobierno anterior. Hoy el tema se ha vuelto a enrarecer cuando el gobierno y algunos sectores de la sociedad hablan de Bandas Criminales, Bacrim, como delincuencia común, y no como lo que realmente son, estructuras pos desmovilización que son expresión y resultado del mal llamado proceso de negociación con las AUC realizado por el entonces presidente, Álvaro Uribe Vélez.

Este ambiente enrarecido se ha mezclado en la coyuntura con posturas político ideológicas conservadoras en el país, que han venido radicalizándose progresivamente, y asumiéndose como la voz y representación de un sector de las víctimas, pero de cierto tipo de víctimas y ante cierto tipo de agresores. Primero fueron las víctimas de la insurgencia, luego fueron las víctimas del actual gobierno y ahora son las víctimas de las leyes que aspiran superar la impunidad y restituir, precisamente, los derechos de las víctimas. El recurso es simple, primero se recurre al discurso de víctima como figura moral y homogeneizante, luego a buscar un culpable y, por último, a justificarse moral y políticamente. El repertorio de confrontación es igualmente claro: acusar a los acusadores, mentiras repetidas para volverlas verdad, distorsión de la realidad, movilización de la opinión y acciones contundentes con hechos políticos para mostrar los dientes y las uñas. Los recursos son identificables: Mucho interés, mucho dinero y mucho poder

Los ‘nuevos’ empresarios e inversores nacionales y multinacionales, los viejos terratenientes, los ‘nuevos’ propietarios de grandes extensiones de tierras, las ‘nuevas’ y emergentes élites políticas consolidadas en el país y las regiones, muchas de ellas bajo el amparo y la protección de poderosas estructuras criminales, ahora son, extrañamente, los agraviados. Los que han sido investigados o condenados, que entran en líos judiciales y que han perdido la honra ante la opinión pública, ahora son víctimas de los campesinos despojados y desplazados que reclaman sus tierras, de los defensores de derechos humanos que piden verdad, justicia, reparación y garantías de NO repetición, de los ambientalistas que luchan por proteger la naturaleza, de los grupos étnicos que piden consulta previa y el respeto a sus cosmovisiones ancestrales y modos de vida, pero además de los jueces, fiscales y del Gobierno, porque supuestamente los persiguen judicial y políticamente, y porque a su parecer, legislan para violarles sus derechos y no protegerles su buena fe ni sus garantías. El mundo al revés….

El discurso y la legitimidad de las víctimas en el país son una disputa oprobiosa para justificar la impunidad de sectores sociales y políticos que han sido señalados como los mayores victimarios. Todo eso opera como un mecanismo para oponerse a los acuerdos de La Habana y busca mantener intacta la estructura y concentración de poder lograda. Esto se ha hecho más visible, en lo que algunos analistas han llamado la fractura de las élites en Colombia.

Es claro que hay un sector de la élite económica y política del país que comparte y apoya los esfuerzos de paz del actual gobierno con las guerrillas, y otros que se oponen porque temen perder lo ya ganado en el terreno económico y político, muchas veces aprovechándose de la violencia. Esos sectores de las élites mantienen y promueven la continuidad de la doctrina de seguridad nacional, y por ende la idea de combatir el ‘enemigo interno’ para, por esta vía, seguir acumulando poder. Sin guerrillas, sin conflicto político armado, sin ‘enemigo interno’, la estrategia de acumular poder se les cae. Por eso es que son ‘víctimas’ de la negociación entre gobierno e insurgencias, eso es lo que reclaman por todos los medios.

Mayor democratización y participación, mejor distribución y desconcentración de la tierra y de bienes, respeto a los derechos humanos, verdad y justicia frente a lo ocurrido, aumento de la equidad, son los asuntos de los que serían ‘víctimas’ en una sociedad que aspira transformarse sin violencia. Y es por ello, que precisamente en Colombia se debería hablar de varias negociaciones: con las FARC, con el ELN, y con el bloque de poder de ultraderecha.

Es necesario que la ultraderecha, como postura ideológica política, enquistada en sectores de la institucionalidad, en proyectos políticos y económicos, y en estructuras armadas ilegales, haga visible su agenda y su visión de país ante la sociedad en un escenario político sin guerrillas que la justifiquen. Los mensajes políticos están claros en otras latitudes que han superado la guerra fría, como es el caso de Cuba y EEUU. Por ello se requiere cambiar la gramática de la confrontación de los sectores que se oponen a la paz.

No se puede repetir lo ocurrido históricamente en otras negociaciones políticas con grupos insurgentes, siempre que se hablaba de acuerdos políticos se activaba la guerra sucia: Genocidio de la UP, asesinatos de líderes sociales y políticos, despojo masivo de tierras y territorios, “pacificación” de las ciudades, asociaciones delictivas entre la legalidad y la ilegalidad para controlar territorios y poblaciones, estigmatización y persecución a las posturas críticas y a la movilización social. La realidad de las agresiones a campesinos, comunidades de paz, sindicatos, jóvenes, liderazgos sociales y políticos, hoy se repite en el contexto de la negociación actual: 117 miembros de Marcha Patriótica asesinados desde 2012, cuando se conformó ese movimiento hasta marzo de 2016; 70 reclamantes de tierras asesinados en los últimos siete años en el país; 63 defensoras y defensores de Derechos Humanos asesinados durante el año 2015 según el informe del Programa Somos Defensores, el cual reveló que se han cometido 320 homicidios de defensores y defensoras durante los gobiernos de Juan Manuel Santos. Antioquia no ha sido la excepción: La Coordinación Colombia Europa Estados Unidos – CCEEU – en su informe presentado en Diciembre de 2015, documento que entre 2010 – 2015 se perpetraron 1.553 agresiones de diverso tipo a defensoras y defensores de Derechos Humanos, entre los cuales se encuentran 125 homicidios en el mismo periodo. Estas estadísticas son claros mensajes de los obstáculos que tendría un proceso futuro de apertura democrática en el país.

La verdad, la responsabilidad frente a lo ocurrido y las garantías de NO repetición, darían un gran paso en este sentido para no tener mas víctimas reales ni impostadas en Colombia. Además, sería un aporte para reparar el daño político causado a la sociedad, a la institucionalidad y a la democracia, no solo desde el Estado y la insurgencia, sino también desde aquellos sectores que a la sombra y en los pasillos se han atravesado a la esperanza de finalizar los ríos de sangre que deja el conflicto en Colombia.