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Cuerpo, conflicto y fragilidad en el estar-siendo paz

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Por: Marta Cardona López[1]

Cuando se habla de paz en un país como Colombia todo sabe a poco. Nos la hemos negado tanto y de tantas maneras que cada vez que nos desafiamos a abordarla y comprenderla, como el agua entre los dedos, se nos desliza y evapora. Sabemos de sobra, por la historia de la humanidad a la cual pertenecemos, que no es imposible vivirla; la reconocemos como parte fundante de ese córpora teórico que son los Derechos humanos y que, no obstante operar con grandes falencias frente a las realidades de los más vulnerables, terminamos evocando como una letanía; la valoramos por lo que nos ha enseñado, a partir de las experiencias singulares y colectivas que hemos podido conocer, gracias al cúmulo de eventos que realizamos y por la densidad de información escrita y audio-visual que nos llega de multiplicidad de coordenadas del planeta y que, en general, no logramos asir a cabalidad; y, por supuesto, se nos ha tornado en referente para comprender que cuando se trata de considerar medios y fines de un proceso, hacerlo por separado es un desacierto ético mayúsculo colmado de pasmosa ingenuidad.

Sin embargo, la paz también circunscribe un caleidoscopio de aspectos, los cuales terminamos ignorando cuando las conveniencias del momento lo ameritan; aspectos entre los que vale resaltar que:

  • La paz como construcción cultural es un problema humano; por tanto, exige de un sujeto concreto que se haga responsable de asumir, no solo su interminable construcción; sino, las consecuencias que la misma conlleva.
  • Hay tantas expresiones de paz como experiencias han emergido a lo largo de la historia que conocemos; pero, los sentidos que le dan comprensión pasan por un pluriverso de posibilidades que no se agotan en lo que hasta ahora conocemos. Es decir, que la paz no se presenta como algo acabado; pues se configura en un estar-siendo en permanente construcción que la convierte en un desafío siempre presente, en horizonte de potencia e indeterminación histórica.
  • Lo contrario de la paz no es la guerra, es la violencia. Con lo cual queda claro que acallar las balas o llegar a acuerdos para cesar las confrontaciones armadas entre grupos no equivale a lograr la paz. La violencia armada, en todas sus manifestaciones, es solo una modalidad del abanico de violencias a las que hay que hacerle frente cuando de lo que vamos a hablar es de paz.
  • La paz es un derecho; pero sus despliegues no se agotan en ello. Más allá de un derecho es una opción; una postura; una senda; un fenómeno de integración de lo no humano y lo humano con la vida; una forma articulada de sentir, creer, pensar, decir, estar, ser y hacer; una política de resistencia y re-existencia; y, fundamentalmente, un acto incesante de creación que desnaturaliza la derrota aprendida que opera en todos/as, cada vez que ante las exigencia de transformación de nuestras realidades afirmamos: eso es imposible.
  • Lo que concebimos es la paz enraíza en sujetos historizados en un tiempo y espacio presentes que, de manera ineludible, marca contextos específicos de relaciones, vínculos, imaginarios, valores, etc.; es así, como para quien escribe ahora, la paz resuena en claves que, para muchas/os lectoras/es, rayan con lo trivial y la falta de proporción, si se leen a la luz de lo que las grandes teorías nos han dicho constituye la paz. Pero como la realidad supera la ficción, incluso la que las teorías traen consigo blindadas de retórica y formalismo, sustento que vivir en un barrio como Castilla, en una ciudad como Medellín, en un país como Colombia, anclado en un continente como lo es América Latina, me da licencia para decir que la paz por la que luchamos todos los días desde nuestro hogares, no es una paz hecha de “acontecimientos extraordinarios”; sino de gestos cotidianos y sencillos con los que terminamos tejiendo la complejidad de lo que somos y no somos en su construcción.

Gestos como lo son exigir, no obstante las amenazas y el miedo: poder dormir sin el ruido estridente de los equipos de sonido que, cada fin de semana, nos imponen vecinos/as que han tomado en sus manos el derecho que tenemos a descansar (clave de silencio); poder circular por nuestras calles y carreras con la tranquilidad de no ser arrolladas/os por los/as motociclistas que se han dado a la tarea de convertir estas, en pistas privadas, de exhibición de piques y carreras (clave de habitar lo público); poder hacernos conscientes de que sentir miedo es parte del acerbo genético de nuestra especie, pero que vivir con miedo no es algo normal (clave de vivir sin miedo).

A lo que me refiero es que cuando se construye paz, no hay actos grandes, ni actos pequeños. La lucha más cotidiana encarna el mismo valor y voluntad que exigen “acontecimientos extraordinarios”, como lo es la firma de un acuerdo de paz entre un grupo armado y el estado frente al cual se ha rebelado.

Para terminar y, en relación con lo anterior, no subestimar el daño que le hace a la construcción de la paz la capacidad de resignación en la venimos cayendo, cuando se habla de luchar por la superación de las violencias que nos aquejan. Pues, como si estuviéramos condenados a un destino manifiesto, la respuesta que se viene imponiendo en la cotidianidad de los barrios, ciudades y pueblos es: hay que adaptarse, no hay de otra, uno qué puede hacer. Resignación que se ahonda con la poca respuesta que se recibe por parte de la institucionalidad del estado y los grados de corrupción que vienen determinando su accionar y legitimidad entre las poblaciones, grupos y comunidades.

Ante esto, entonces, ¿cuáles serían posibles a considerar ante las circunstancias que estamos afrontando? Al respecto, podríamos enunciar tres posibles en clave de necesidad. Es decir, como imprescindibles para la construcción de una paz integral fundada en la experiencia y afectación de los sujetos desde sus contextos de realidad.

In-corporar la paz

El cuerpo es el primer territorio de poder de todo ser humano; es decir, el espacio inmediato a interpelar cuando de su ejercicio se trata. Dado esto, ninguna acción humana escapa a la realidad de lo corpóreo y, por consiguiente, a los efectos del vínculo integral entre sus distintas dimensiones: biológica, psíquica y cultural; las cuales advierten la complejidad propia de una especie, cuyo trasegar por el planeta ha estado anclado a la ineludible tarea de producir sentidos. Los seres humanos son lo que hacen como cuerpo, lo que hacen siendo cuerpo; o sea estando-siendo cuerpo; toda vez que es donde se instaura, semantiza y enuncia lo decidido al imprimírsele valor o significado a aquello que se: siente, cree, piensa, dice, está, es y hace.

En esta dirección, la construcción de la paz difícilmente se puede sostener, si el sujeto singular o colectivo que asume recorrerla como senda de vida, no es consciente de que la misma jamás es una externalidad a lo humano. O sea, que la paz, en tanto estar-siendo, solo se puede concretar en el estar-siendo cuerpo integral de un sujeto “pazsiente” en relación con otros, otras y lo otro. Por consiguiente necesitamos comprender que la paz como apuesta política se expresa en dinámicas humanas concretas, cuya materialización implica un cambio radical en el estar-siendo cuerpo del sujeto que la hace posible. In-corporar la paz es una de las tareas fundantes de toda sociedad dispuesta a construirla y recorrerla: darle cuerpo es colocarnos en el desafío de hacerla consciente desde nuestras acciones cotidianas, desde nuestra capacidad de arriesgar en lo que nos han enseñado a ver como seguro, en aras de lograr una vida que, aunque llena de incertidumbres, podamos decir que es la que hemos elegido para vivir en dignidad.

Potenciar el conflicto

Otra de las necesidades sobre la que tenemos que construir es la que tiene que ver con el poder que tiene la palabra para crear realidades. En especial realidades ficcionadas, a partir de supuestos y homologaciones que resultan desafortunadas a la hora de nombrar nuestras circunstancias, determinaciones e indeterminación históricas, desde un pensamiento categorial pertinente. Puntualmente, me refiero a los problemas que trae intentar construir paz teniendo como telón de fondo un proceso mental de homologación que define bajo los mismos criterios y significados al conflicto y la violencia. Y que para nuestro contexto actual tiene su máxima expresión de confusión en aquello que ha llevado al horizonte del Pos-acuerdo producto de los Diálogos de paz de la Habana a una etapa denominada Pos-conflicto, cuya esencia, según dicen sus promotoras/es, nos dará un país, por fin, en paz.

Esta tarea resulta imprescindible, toda vez que dicha confusión reduce a lo mismo, el conflicto: que es una condición inherente a lo humano relacionada con su capacidad de poder pensar diferente y generar situaciones de des-acuerdo y tensión entre partes frente a un aspecto específico; y, la violencia: que es una construcción cultural que remite a un medio de resolución de conflictos en el que se opta, con estrategias de diversa índole, por la eliminación sistemática de la diferencia que dinamiza el des-acuerdo. Hablar de posconflicto es tan absurdo como pensar que la firma de unos acuerdos y la superación de la violencia armada, mal llamada conflicto armado, podrán paralizar las posturas de disenso, las luchas, las resistencias y todas las tensiones que emergerán en ese horizonte conflictivo que, ya sabemos, tendrá que ser el Pos-acuerdo. Mientras seamos humanos habrá conflicto; lo que sí es susceptible de elegir es cómo afrontarlo: por medio de la paz o por medio de la violencia.

En esta medida es la diferencia hecha conflicto la que demanda de cada ser humano en Colombia, como nación de naciones, potenciar la capacidad de reivindicar, comprender y asumir con consciencia el espacio del des-acuerdo como un aspecto fundante de dinamización de la vida y de promoción cotidiana del respeto y la dignidad. Pues, solo así, se podrá generar lo necesario para crear un diálogo de interlocutores/as pensantes, de sujetos erguidos y responsables que participen, desde sus decisiones, en la construcción de su devenir.

Vindicar la fragilidad

La experiencia me ha llevado a comprender que hay maneras de estar en el mundo que tras cientos de años de adoctrinamiento siguen instituidas en los cuerpos. Lecciones que tras ser enseñadas generación tras generación han encontrado su respaldo más efectivo en el miedo, en ese dispositivo de control que, a diferencia de su rasgo como emoción y comportamiento relacionado con nuestra herencia animal instintiva en favor de la preservación, se ha situado en cada célula de nuestra existencia para asegurar la parálisis anímica, intelectual y política de la cual damos cuenta cada vez que, sometidos a situaciones límite, sucumbimos a la impotencia y a una desesperación que nada puede, porque nada espera. Pero, también, que ese sujeto de la derrota y de la obediencia debida que puede morir de miedo y llegar a ser subestimado por los órdenes de control dominantes es capaz de erguirse y optar por otros destinos o, incluso, llegar a crearlos.

Cuando planteo que es necesario vindicar la fragilidad, a lo que aludo es a reconocer y enaltecer el poder que se incuba en los seres que optan por luchar en la construcción de la paz, sin el respaldo de ninguna estrategia de eliminación de la diferencia. Pues cuando la fragilidad es el poder, lo que se inaugura es una respuesta ética radical ante la violencia. Cuando se hurga en las definiciones de la palabra poder se hacen evidentes dos campos diferenciales: el campo que lo concibe como una estructura consolidada que puede llevar a imponer despóticamente un camino y el campo que remite a la idea de posibilidad y que entiende lo posible como lo que puede ser. Desde estos sentidos, el camino a transitar es el mismo camino de tensión que se da entre violencia y ética: entre el poder como imposición que supone un individuo del ego que lo sustantiva afirmando: yo tengo el poder; y el poder como posibilidad que supone un sujeto en relación que lo vuelve verbo y acción afirmando: yo puedo, tu puedes, él y ella pueden, nosotros/as podemos, todas y todos podemos.

Dado lo anterior se llamaría violencia al poder que impone un solo camino, el poder categórico que traza la senda por la cual, inevitablemente, se debe transitar. En tanto, la ética se entendería como lo que tiene que ver con abrir otros posibles, o sea con la dimensión de la fragilidad como poder que nombra lo que puede ser. Así, se nos hace imperativo desnaturalizar y problematizar la noción de lo posible y su relación con lo ideal: urge comprenderla y operarla en conexión con las potencias de las situaciones y no de los ideales; y, en coherencia, esforzarnos en comprometer nuestro pensamiento en su despliegue y materialización.

[1] Antropóloga de la Universidad de Antioquia, diplomada en Derechos humanos por la Universidad de Caldas y, actualmente, estudiante del doctorado en “Conocimiento y cultura en América Latina” del Ipecal de México. Investigadora independiente. Correo: martacardonalopez@yahoo.es