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Desnaturalizar las desigualdades sociales, reconocer las diferencias y desmitificar el desarrollo para sembrar la paz

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Por: Paola Andrea Posada [1]

 

 Introducción

Después de varias décadas de experiencias, desencantos y frustraciones -no me refiero a la guerra sino al desarrollo-, en el horizonte de esperanza que hoy se despliega en el marco de la negociación de la paz, entre FARC-EP, el Gobierno nacional y un contingente de oposición a lo que hasta el momento se había negociado entre los primeros dos actores,  emerge la oportunidad de  idear y sembrar el territorio que cohabitamos, acorde a nuestra sociedad plural y multicultural, y motivados por el anhelo de producir colectivamente y desde el reconocimiento de la diferencia, unos buenos vivires. Por su puesto, entre este anhelo y el discurso del desarrollo desde el cual se promueven las políticas y los modelos desarrollistas, media una gran distancia, y en consecuencia, si de construir la paz se trata, tendríamos que hacernos conscientes sobre los vínculos culturales y estructurales existentes entre el desarrollo y la desigualdad. Siendo el desarrollo un proceso social para establecer el orden social deseado y en éste, el lugar que ocupan las personas y las cosas, la desigualdad ideológicamente producida y naturalizada, se convierte en factor recurrente de conflictos.

Una vez iniciaron los diálogos que precedieron la firma del Acuerdo de paz entre los dos actores mencionados, el jefe de la delegación del Gobierno nacional, se apresuró a tranquilizar diversos grupos de interés, que podían encontrar amenazante la idea de negociar la paz, así, las palabras de Humberto de la Calle Lombana fueron, “No vamos a negociar el modelo de desarrollo de Colombia ni las políticas del Gobierno”[2]. Ante esta manera de iniciar las negociaciones, el resultado expresado en el Acuerdo de paz es coherente, pues, primero, no afecta el modelo como tal; segundo, las reformas bajo la fórmula de Desarrollo Rural Integral -DRI-, son funcionales al capitalismo en su versión más radical -el neoliberalismo-. No quiere decir esto que lo pretendido en varios de los puntos de la propuesta de DRI, no sea algo deseable, en la hipótesis que propongo al respecto, el problema radica en cómo hasta  aquello que parece justo puede profundizar las desigualdades sociales, cuando las condiciones culturales y estructurales  se fundan en la naturalización de desigualdades sociales.

Para explicar a qué me refiero, tomaré prestados algunos elementos propuestos desde diversas teorías críticas, entre estas, el pos-desarrollo, el neo-marxismo,  la colonialidad y el feminismo. Esto con la intención de develar aquello que queda oculto cuando nos referimos al desarrollo, y en esta medida, contribuir a la comprensión crítica de los riesgos que conlleva la propuesta sobre el DRI sin considerar cambios de mayor envergadura. Ahora que estamos pensando la paz y no la guerra, conviene, desde una actitud crítica, reflexionar, debatir y crear otras visiones, otras utopías, otros discursos, otras prácticas, desde las cuales se promuevan sociedades y territorios dignos, humanizados, ecológicos, igualitarios desde el reconocimientos de las diferencias, es decir, sociedades y territorios para la vida; ideales que no se reflejan en la idea del desarrollo promovida en la cultura común de nuestra sociedad, me refiero a la cultura de Occidente reproducida por los blanco/mestizos latinoamericanos, y miembros de otros grupos étnicos que la hayan asimilado.

La idea de desarrollo-progreso: una mirada crítica a su dimensión cultural y estructural

Lo primero entonces, es referirme a la dimensión cultural del desarrollo tal como la conocemos. El desarrollo es una idea inexorablemente atada a la idea de progreso,  esta última para la cultura occidental a la que fuimos sometidos desde los tiempos de la colonia y hoy seguimos reproduciendo desde diversas instituciones sociales, es concebido como la forma perfecta de la sociedad vista desde el prisma de la modernidad cuyo modelo supone: el Estado moderno (soberano y democrático); la economía industrializada y capitalista; la naturaleza como un recurso económico; el liberalismo y el utilitarismo como rasgos de la racionalidad moderna, funcional al pensamiento burgués que aboga por la idea de hombres libres y egoístas compitiendo entre sí para alcanzar su propio progreso; expresado en la acumulación de bienes, y normalizado bajo la figura jurídica de la propiedad privada. Es esta la visión de sociedad que subyace a las ideas de desarrollo y progreso, pese a la diversidad de apellidos que se le han otorgado en la medida en que las realidades globales van haciendo evidente su naturaleza ideológica y su incapacidad para producir una sociedad mejor.

Como bien lo explica Robert Nisbet (1986), para la modernidad occidental, el progreso  es concebido como una búsqueda inmanente de toda la humanidad, de su perfección en un futuro remoto, mediante el desarrollo de sus fuerzas naturales. En esta concepción pueden advertirse varios elementos culturales esenciales en lo que debemos poner atención, aquí además de relacionar la idea de desarrollo con la idea de progreso, se asume como una búsqueda irrenunciable de las sociedades, de los individuos, se trata de su propia naturaleza, por lo tanto escapa de su propia voluntad. Siendo el “eurocentrismo” la racionalidad de la modernidad occidental, tendremos entonces que la concepción desarrollo-progreso debe ser asimilada como una verdad incuestionable y con validez universal. No podemos olvidar que el eurocentrismo está fundado en dos mitos, el de la “idea de raza” y el evolucionismo, desde los cuales se asume la raza blanca como superior, y por ende más racional; el otro es la idea de una historia universal y lineal, que inicia en un estado de naturaleza y finaliza en la forma perfecta de la Europa moderna. Se tiene así, las ideas, el pensamiento, el conocimiento de los hombres blancos occidentales como superior, racional y válido universalmente, y Europa como el espejo del progreso.

La socialización del eurocentrismo es la encargada de moldear las intersubjetividades necesarias para la expansión de las sociedades modernas capitalistas. Así, el control de nuestras subjetividades inicia desde la dominación del conocimiento, en palabras de Aníbal Quijano, la “colonialidad del saber” (2002). Ver el sistema de conocimiento eurocéntrico como aquel que se impuso en Latinoamérica como el único válido,  no sólo nos ha privado de conocer otras epistemologías, otras racionalidades, otras formas de ver el mundo, por ejemplo, las de los pueblos originarios, las de los pueblos afrodescendientes, y otros grupos culturales por fuera de la frontera epistémica moderna y occidental. Además, nos ha significado que desde instituciones como las escuelas, las universidades, el estado, la familia, los medios de comunicación, estemos permanentemente relacionados con simbolizaciones en forma de mitos, ritos, ideologías, valores e imaginarios a partir de los cuales construimos nuestros discursos, nuestras prácticas y por ende los significados y sentidos sociales individuales y colectivos.

En consecuencia, estas concepciones del desarrollo y del progreso, las hemos interiorizado hasta hacerlas parte de nuestro sentido común, de nuestro habitus, de manera tal que no logramos advertir fácilmente su lado oscuro, eso que nos mantiene en la periferia, en la inequidad y la injustica, aunque nuestras propias experiencias nos lo muestren a diario. Las promesas del desarrollo y el progreso no se traducen en buenos vivires para nuestras sociedades, por el contrario, observamos perplejos como las condiciones de vida son cada vez más indignas para buena parte de la población, mientras otros trabajan incansablemente para alcanzar niveles que superen el margen de pobreza o miseria. Por su puesto, unos pocos cumplen con el estándar de acumulación que los acerca a los ideales del progreso, aunque no por ello vivan bien, sin embargo, estas ideas se constituyen en el motor que nos moviliza en la búsqueda de un “futuro mejor”. En otras palabras, somos nosotros mismos quienes, inconscientemente seguimos reproduciendo elementos culturales que nos condicionan, nos limitan, nos llevan a producir sociedades desiguales.

Develar la oscuridad del desarrollo y del progreso, exteriorizada en sus discursos y sus prácticas, ha implicado volvernos a contar la historia desde las experiencias de los que una vez fueron inventados como salvajes por la empresa evangelizadora (S. XV-XVII); luego como incivilizados por la empresa de la ilustración (S. XVIII-XIX); posteriormente, inventados como subdesarrollados por la empresa imperialista (S. XX). En este proceso ha sido necesario deshumanizar hombres y mujeres para servir al capitalismo, mediante la esclavización y la servidumbre; despojarlos de sus territorios, de sus identidades, de sus tradiciones. Con este propósito, fueron inventadas identidades inferiorizadas, y producidas subjetividades subordinadas, así mismo su otredad, sujetos superiores y dominantes. Identidades y subjetividades de las que aún no nos liberamos, se trata, de una forma de dominación que ha perdurado más allá del sistema colonial, se trata de la “colonialidad” como dominación cultural e intersubjetiva. Se clasificó la sociedad bajo la dominación, primero del colono y el evangelio;  luego del ilustrado y el eurocentrismo; posteriormente del desarrollado y su capital y tecnología. Esta clasificación es esencial para la división del trabajo y la distribución de los recursos.

En la invención de salvajes, incivilizados y subdesarrollados, hay un continuum epistémico que se ha desplegado a través del poder de nominación de unos sujetos sobre otros, de una cultura sobre otras, de una episteme sobre otras. Este poder de nominación se ha valido de diversas categorías para naturalizar la superioridad y la inferioridad entre  los blanco/mestizos portadores de la cultura occidental y los grupos étnicos diferenciados; y asimismo, legitimar la dominación de los primeros sobre los segundos. De manera similar, el patriarcado característico de Occidente, reproduce estas relaciones desiguales entre hombres y mujeres. Para ello, las categorías “raza” y “sexo-genero”, producidas culturalmente a partir de “hechos naturales” como las diferencias fenotípicas, en la primera, y el disformismo sexual, en la segunda,  han sido utilizadas para producir identidades, racial y sexualmente esencializadas, a las que se les atribuyen roles, lugares, capacidades y jerarquías, según sea clasificada su identidad como inferior/superior,  dominante/subordinada.

Así por ejemplo, a partir de la idea de raza los sujetos fueron inventados como blancos, mestizos, indios, negros; a estas identidades se les asignó un lugar en la escala evolutiva, los blancos en el escalón más alto, los negros en el más bajo; en consecuencia, unos más racionales y capaces de controlar su propia naturaleza, otros menos racionales y menos capaces, por lo tanto, se asignan jerarquías, roles, recursos; la misma operación se realiza entre mujeres y hombres. Estas clasificaciones se naturalizan en tanto se atribuyen a la “raza” y al “sexo”, en igual sentido, las relaciones de dominación y las desigualdades que resultan de estas clasificaciones se asumen como naturales. Así, desde los discursos del desarrollo capitalista, por ejemplo, la asignación racional de recursos se produce de manera natural, de acuerdo a las menores o mayores capacidades de los individuos, ocultando cómo esta clasificación racializada y sexualizada supone limitaciones subjetivas e intersubjetivas para participar y competir en igualdad de condiciones por los recursos. Limitaciones que además se reflejaran estructuralmente en todas las instituciones de la sociedad.  Ahora, considerando como también resultan naturalizadas las relaciones de dominación cultural, étnica y de género, los conflictos por los recursos y las diferentes visiones de sociedad, están cimentados en estas desigualdades naturalizadas.

Naturalizar estas desigualdades, tiene dos repercusiones: una en cuanto se despersonaliza la clasificación que inferioriza y crea relaciones de subordinación entre los sujetos, al ser presentada como un hecho natural y no como un hecho cultural. La otra, tiene que ver con la producción de subjetividades en tanto los discursos y las prácticas tienen la capacidad de moldear nuestra comprensión de la realidad, el modo en que nos sentimos y comportamos, nuestras identidades mismas. En otras palabras, interiorizamos la identidad dominante o la subordinada; las hacemos parte de nuestro sentido común, y las reproducimos inconscientemente. Se tata entonces del control de las subjetividades, posible desde el eurocentrismo y su difusión desde los diversos ámbitos de socialización. Son moldeadas subjetividades aptas para el desarrollo capitalista, asumiendo como natural que unos sujetos acumulen capital y otros sean pobres. En nuestro caso, el latinoamericano, esta colonialidad opera hacia afuera y hacia adentro, me explico, en el relacionamiento cultural, económico y político con otras sociedades que subjetivamente asumimos como superiores, se refleja en diversas formas de dependencia y de distribución desigual. De igual manera, hacia adentro, reproducimos estas mismas desigualdades dependiendo de si subjetivamente nos asumimos como superiores-dominantes o inferiores-subordinados.

En este orden de ideas, es importante tomar distancia de los discursos oficiales y hegemónicos que han moldeado nuestras subjetividades, de cambiar el lugar de enunciación descentralizando el conocimiento del eurocentrismo; y así mismo, buscar otras categorías necesarias para comprender nuestras realidades. Esto es necesario para desmitificar el desarrollo y el progreso, toda vez que la forma de sociedad perfecta a la que apuntan, está anclada en la naturalización de la desigual social, que, como ya se dijo, naturaliza el acceso desigual a los recursos, y deriva la pobreza y la riqueza de las capacidades naturales de cada sujeto, de cada grupo social. Con ello se ocultan las relaciones de dominación política, económica y cultural, que producen y mantienen la subordinación, la dependencia, la desigualdad, y dan como resultado, la feminización de la pobreza; pueblos originarios y afrodescendientes considerados obstáculos del desarrollo; campesinos despojados de la tierra; Latinoamérica en la periferia. Y todos auto-culpables de nuestra propia condición.

En la producción de subjetividades funcionales para la sociedad capitalista, también los discursos y las prácticas desarrollistas puestas en marcha desde mediados del siglo XX, se constituyen en otro factor instituyente. Las sociedades son clasificadas como subdesarrolladas, en tanto no tienen la misma capacidad de consumo de las sociedades clasificadas como desarrolladas, entendiendo al criterio de progreso como acumulación. Estas sociedades son por lo tanto, pobres y peligrosas para el progreso de la humanidad, bien porque no consumen lo necesario para que capitalistas aumente su acumulación, bien sea por su bajos recursos o por sus tradiciones lejanas a los patrones de consumo de los desarrollados; tampoco ofrecen mano de obra calificada para los requerimientos tecnológicos de los avanzados modos de producción; o por el uso “irracional” que le dan a los recursos, y en esa medida, no maximizan utilidades. Salir de este atraso, desde el conocimiento norte-eurocéntrico sólo es posible mediante la inversión extranjera, que permitiera romper con el círculo vicioso de la pobreza, y con la industrialización de la economía, en el ámbito urbano.

Lo rural, sinónimo de atraso desde el pensamiento desarrollista modernizador, debe tecnificarse para satisfacer la creciente demanda de materias primas como efecto de la industrialización, asimismo, la mano de obra campesina sobrante tras la tecnificación agraria, deberá ser absorbida por la industria urbana. El papel del Estado no es otro que el de general las condiciones necesarias para que las sociedades despeguen hacia el progreso (desarrollo de infraestructura, mercados, cualificación de la mano de obra, promoción de la inversión extranjera, seguridad para la propiedad privada). La liberación de los mercados se constituye en elemento fundamental de los discursos modernistas del desarrollo, podría mencionarse otros como los estructuralistas y los neomarxistas por ejemplo, pero en el pulso político de las decisiones económicas, los mercados nacionales han perdido la protección del Estado frente a la competencia foránea. Pese a ello, el discurso desarrollista ratificará la idea de que el mercado es el escenario óptimo para la distribución racional de los recursos, por ende no puede ser distorsionado de la intervención del Estado. Nuevamente la retórica de igualdad y libertad de los individuos para competir.

A este discurso se suma el recetario neoliberal, desprovisto de argumentos o una fundamentación teórica coherente, que exacerba la idea de la preeminencia de la inversión privada como necesaria para el desarrollo; el uso racional de los recursos naturales, desde la racionalidad capitalista, supone explotar la naturaleza más allá de su propio límite. El Estado no sólo debe incrementar la protección a los intereses capitalistas a través de su poder soberano manifestado en la facultad de legislar y del uso “legitimo” de la fuerza, por otro lado, debe reducir el gasto destinado a la función social del Estado, retomando el mito de la desigualdad, pues aquellos más necesitados de “lo social” deben esforzarse por superar sus naturales incapacidades, pues de lo contrario el interés general de la sociedad se verá afectado si el Estado asume las necesidades de los más pobres, de las “minorías” étnicas o de género, por ejemplo. Un modelo de desarrollo sustentado culturalmente en los valores y los mitos modernos, eurocéntricos, capitalistas, coloniales y patriarcales, difícilmente podrá garantizar el progreso en la imagen de la sociedad moderna, cuando se desarrollo es pretendido en sociedades cultural e históricamente subalternizadas. En cambio, lo que si podrá observarse es la expansión del dominio capitalista y la concentración de la riqueza.

Otro aspecto fundamental para ser tenido en cuenta en reflexión crítica, además de la cultura, los conflictos culturales ya señalados, tiene que ver con los elementos estructurales necesarios para el desarrollo del capitalismo. Citando a Immanuel Wallerstein, lo que se desarrolla no es un país –una definida jurisdicción estatal sobre un territorio y sus habitantes- sino un patrón de poder o, en otros términos, una sociedad. Derrotadas hasta hoy las demás opciones, el patrón de poder hoy vigente es, el capitalismo, esto es la sociedad capitalista  (1996:1995-207). Este patrón de poder capitalista, requiere de un entramado de instituciones interdependientes -compañías, el mercado, el Estado soberano, las familias, las instituciones educativas, los medios de comunicación, etc.-; también de un sistema interestatal afín al capitalismo, como instancia supranacional para tomar decisiones que puedan ser impuestas a las soberanías nacionales,  para que hagan posible la acumulación incesante de capital. Por su parte, para Aníbal Quijano, la “idea de raza” (2002) es un eje estructural para este patrón de poder, que además, como ya se describió, es patriarcal y eurocéntrico.

La división del trabajo resulta en un factor necesario para la economía capitalista, y en este sentido, la clasificación social racializada y sexualizada, bajo relaciones de dominación, ha hecho posible, y continúa haciéndolo, la división racial y sexual del trabajo. Y en el proceso histórico desde la colonial hasta hoy, también fue posible la división internacional del trabajo, diferenciando entre productores primarios y productores industrializados. Este entramado de relaciones diferenciadas del trabajo, en el marco del comercio exterior, aquel sin el cual no es posible la expansión del capitalismo, y por lo mismo, el desarrollo, deben entenderse como relaciones entre poderse soberanos y poderes económicos, donde los mayores poderes soberanos tiene correspondencia con los mayores poderes económicos. En esta dinámica política y económica, las sociedades menos desarrolladas (menos industrialización, menos acumulación de capital), terminan condicionadas a los intereses de los grandes capitales, a los intereses de las sociedades del centro; estas relaciones de dominación y subordinación, fueron definidas por autores estructuralistas y neomarxistas (muchos de ellos latinoamericanos), como “Dependencia”, la cual desmitificó la idea del comercio exterior como estrategia de desarrollo, pues para muchas sociedades se convierte en una estrategia  que acrecienta su pobreza o su subdesarrollo si quiere definirse en esos términos.

Para concluir: a propósito de la Reforma Rural Integral contemplada en el Acuerdo de Paz negociado en la Habana

No es una novedad que el sector rural tiene un considerable atraso, si es visto desde el enfoque desarrollista de la modernización, igualmente si se concibe la idea de progreso material propio de la cultura dominante. La representación que tenemos de lo rural como atrasado obedece a las condiciones objetivas de territorios desprovistos de salud, educación, conectividad, y bajo poder adquisitivo; además, se trata de una dimensión también subjetiva instituida por una parte desde los discursos desarrollistas que conciben el desarrollo como industrialización urbana y tecnificación rural; por otra, la idea misma de concebir a los sujetos rurales como “atrasados”, “racialmente inferiores”, “menos capaces”. Todo esto ha redundado en políticas de desarrollo orientadas principalmente hacia las ciudades; y un menosprecio por otras maneras de ser, estar, sentir y hacer, propias de grupos portadores de culturas diferentes a la dominante, como indígenas, afrodescendientes, y en algunos casos, comunidades campesinas que no se encuadren plenamente en una u otra cultura, es decir, pueden ser portadores de una mayor hibridez cultural por sus interrelaciones con distintas culturas unidas por lo rural, y a su vez los procesos identitarios que los clasifican como  blanco-mestizos.

Este menosprecio cultural, representa para estas comunidades condiciones de discriminación, marginación, exclusión. Considerar hoy que estas diferencias son importantes y deben ser tenidas en cuenta por el Estado, obedece a procesos de distinta índole, unos como resultado de las movilizaciones y luchas sociales por el reconocimiento, que desde la década de los setenta, ha provocado cambios sociales y políticos a  lo largo del territorio latinoamericano, impulsando una perspectiva intercultural y decolonial, que conlleva a reconocer las diferencias entre culturas como parcialidades de la vida, con la urgencia para dialogar más que entre culturas, entre civilizaciones con sus propias experiencias, identidades, cosmovisiones y lógicas de vida, con repercusión política en la gobernabilidad del territorio, entre otros aspectos, donde las culturas no hegemónicas, tienen el derecho a designar, a significar desde la periferia (Bhabha, 2002).

Esta apuesta va mucho más allá de la sola inclusión de la “diversidad cultural”, pues hablar de “diversidad” y no de “diferencia”, e “inclusión” en lugar de “reconocimiento”, se enmarca en una práctica política de contención institucional en el marco de una cultura dominante que sigue siendo asumida como superior y mejor, y por tanto, las respuestas institucionales expresadas en “políticas diferenciales”, por ejemplo, pretenden generar condiciones asimilacionistas y de inclusión que ofrecen oportunidades para las diversidades de superar sus “déficits culturales” y beneficiarse de las instituciones propias de la cultura hegemónica siempre y cuando, avancen en una adecuada asimilación cultural y se encuadren institucionalmente.  Es este un enfoque multiculturalista, adoptado por muchos estados como reacción del patrón de poder capitalista y sus elementos estructurales como el sistema interestatal, por ejemplo, dando orientaciones para reformas institucionales que contengan las diferencias y su potencial para refundar es Estado y proponer otros proyectos civilizatorios, otras sociedades, y en efecto, otros modelos, otras ideas de desarrollo, otras concepciones del progreso.

Es así que en el debate entre interculturalidad y multiculturalismo, las transformaciones en los discursos del desarrollo de las últimas décadas, reflejados en reconceptualizaciones acompañadas de adiciones como “territorial”, “sostenible”, “humano”, “etnodesarrollo”,  “con enfoque de género”, entre otros, contienen la potencia de refundar el desarrollo hegemónico o por el contrario, lo reafirma mientras asume funcionalmente la “diversidad”. Es en este sentido que considero necesario reflexionar sobre los propósitos y los alcances de la Reforma Rural Agraria que se propone en el Acuerdo de paz, especialmente cuando la negociación se condicionó a la no negociación del modelo de desarrollo. En esta medida, deberíamos preguntarnos:

¿Qué puede esperarse de promover un acceso más equitativo a la tierra, formalizar su tenencia, considerar un enfoque de género para que las mujeres accedan a la tierra, cuando hay un condicionamiento cultural y estructural que reproduce la racionalidad capitalista?

¿Promover la productividad de los campesinos mediante financiación y asistencia técnica, en un modelo neoliberal de libre competencia?

¿Es suficiente un enfoque de desarrollo sostenible, para proteger la naturaleza de la explotación y la extracción maximizadora de utilidades?

¿Tendrá el pretendido enfoque territorial, el alcance de reconocer las diferencias y la pluralidad territorial, hasta el punto de hacer conciliables las distintas cosmovisiones para planear en la diferencia, sin la visión de un modelo único?

¿Es ético reducir la idea de “Bienestar y Buen vivir” al acceso de satisfactores como la salud, la alimentación, la vivienda, la educación, los mercados?

¿Mientras los valores promovidos por la cultura dominante, sean la competencia, el individualismo, la acumulación, el consumismo; y las condiciones estructurales conserven las relaciones de dependencia cultural y tecnológica; hay posibilidad de “Bienestar y Buen vivir”?

¿Puede haber una participación con capacidad de transformación e incidencia, sin que haya un real reconocimiento de las diferencias?

¿Es enfoque territorial y la participación con incidencia en la planeación del desarrollo, podrá contener la expansión del desarrollo basado en el extractivismo?

Al respecto, considero que desprendernos de las retóricas que persisten en mostrar el desarrollo como el sendero único para hallar la felicidad, y el progreso como acumulación, nos abre la posibilidad de inventar creativamente, otras maneras de sentí-pensar en territorio, tal como lo refiere Arturo Escobar (2010).  Nos da la oportunidad de cambiar las relaciones de subordinación, dependencia y desigualdad, desprendiéndonos de las clasificaciones raciales y sexo-genéricas, y las relaciones de dominación cultural, para pensarnos como un “nosotros” con igualdad de derechos y capacidades para producir territorialidades, reconociendo la coexistencia de distintas culturas, distintas racionalidades, y por tanto distintas visiones del mundo. De esta manera, las ideas occidentales, modernas y hegemónicas del desarrollo se resignificarán interculturalmente en utopías plurales, en buenos vivires colectivos. Las transformaciones, por lo tanto, son complejas, simbólicas, estructurales, objetivas, subjetivas, y con mayor potencial de refundación cuando son de abajo hacia arriba, pues es difícil esperar que un patrón de poder impuesto de arriba hacia abajo, sea también transformado desde arriba. Los sujetos somos los llamados a transformar lo instituido desde nuestra propia capacidad instituyente.

Bibliografía

Bhabba, Homi (2002). El lugar de la cultura. Buenos Aires, Manantial.

Escobar, Arturo (2010). Territorios de diferencia: Lugar, movimientos, vida, redes. Departamento de Antropología, Universidad de Carolina del Norte. Chapel Hill

Nisbet, Robert (1986). LA IDEA DE PROGRESO. En: Revista Libertas 5. Instituto Universitario ESEADE.

Quijano, Aníbal (2000). Colonialidad del poder, Eurocentrismo y América Latina. En: la colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Edgardo Lander (Comp.). CLACSO, Buenos Aires, Argentina.

Wallerstein, Immanuel (1996). “La re-estructuración capitalista y el sistema-mundo”. En: Anuario Mariateguiano, No. 8. pp. 195.207. Fondo de Cultura económica, México.

[1] Docente e Investigadora de la Facultad de Derecho y Ciencias políticas, Universidad de Antioquia. Coordinadora del Grupo de Investigación Poder y Nuevas Subjetividades: otros lugares de lo político. paola.posada@udea.edu.co

[2] “Declaración del Jefe de la Delegación del Gobierno Nacional para las conversaciones de paz, Humberto de la Calle Lombana, desde el Aeropuerto Militar Catam”, 18 de noviembre 2012. Consultado en http://wsp.presidencia.gov.co/Prensa/2012/Noviembre/Paginas/20121118_05-propaz.aspx