Periódico A la Calle N°8

Periódico de la Alianza de Medios Alternativos (AMA). Comunicaciones para el nuevo mundo.

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Editorial

Poner la economía al servicio del ser humano y no al contrario ha sido una de las premisas de la economía social y solidaria. Pero el mundo en que vivimos genera todo lo contrario, de ahí que se necesite con urgencia un cambio en el modelo económico. A nivel mundial, la mitad de la riqueza que hay en la tierra está en manos del 1% de la población, un selecto grupo de familias dueñas de tierras y grandes empresas que acumula una fortuna de 110 billones de dólares.

En Colombia un estudio realizado en 2011 reveló que el 1% de la población posee el 40% de la riqueza del país, lo cual reiteró el presidente Juan Manuel Santos en diciembre de 2014. Y esa situación es más evidente en el campo colombiano, donde el 52% de la tierra le pertenece apenas al 1,5% de la población, según otro estudio del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

La alta concentración de la tierra en el país ha sido fruto de un modelo económico que privilegia a los grandes terratenientes y empresas agroindustriales, con condonaciones de impuestos, facilidades en la titulación de la tierra y apoyos técnicos y financieros, a diferencia de las pocas garantías que tienen los campesinos más pobres para trabajar sus tierras.

Pero también ha sido resultado de fenómenos como la apropiación ilegal de baldíos por parte de algunos empresarios que le han robado tierras a la Nación, las cuales por ley están destinadas a los campesinos que no tienen predios. Además, la entrega desmesurada de títulos mineros a grandes multinacionales y el paramilitarismo que despojó a los campesinos de sus tierras para luego entregárselas a los terratenientes, ahondaron la contra-reforma agraria que condena al país a un modelo de desarrollo con marcado sesgo anticampesino.

Lo que requiere el sector rural del país es otra economía que ponga en el centro a los campesinos, al cuidado ancestral de la biodiversidad, a las comunidades afro y a los resguardos indígenas, para que puedan desarrollar proyectos productivos que les permitan vivir de manera digna, con un comercio que pague un precio justo por los productos que cosechan y con acceso a tecnología, sistemas de riego, técnicas agropecuarias y créditos. Y ante todo, estos grupos necesitan tener tierra propia, ya sea que se les restituya si les fue despojada, se les adjudiquen terrenos baldíos o se les formalice la tierra que han trabajado durante años. Para ello se requiere, además, que el Estado recupere las tierras que le fueron robadas por algunos empresarios.

En ese camino, el Acuerdo de Paz firmado entre el Gobierno y las FARC-EP abre la posibilidad de generar reformas en el campo colombiano que empiecen a promover una economía campesina y familiar respaldada en el acceso a la tierra y en los programas y proyectos de las instituciones del Estado. Como diría el profesor Flavio Vladimir Rodríguez, de la Universidad Externado de Colombia: “El país debe comenzar por construir una economía para la paz, ya que históricamente el país ha constituido una economía en la guerra y para la guerra”.

El Fondo de Tierras, el Plan Nacional de Economía Solidaria, el programa de sustitución de cultivos de uso ilícito, los centros de acopio para la producción campesina y el apoyo a las Zonas de Reserva Campesina u otras formas asociativas solidarias, son algunas de las iniciativas pactadas en el Acuerdo de Paz que pueden darle un giro a la economía del campo colombiano y generar condiciones de vida digna para los campesinos.

Algunos se preguntarán qué tiene todo esto que ver con la vida en las ciudades. Y la respuesta es tautológica: ¡Mucho!, porque un campo que recupere su vitalidad y brinde oportunidades a la población rural puede posibilitar el retorno a miles de personas desplazadas que tuvieron que huir a las ciudades expulsadas por la violencia, y que tuvieron que disputarse en las grandes urbes un lugar dónde vivir, un empleo para comer, educación para sus hijos y salud para su familia. Además, se garantiza un campo con campesinos sembrando, cosechando y distribuyendo alimentos a un precio justo y no un campo tomado por fincas y haciendas ganaderas «potrerizando» y erosionando suelos. Mejor dicho: la paz es a la biodiversidad lo que el campesino al campo.

Así, un campo con buena producción alimentaria y con un comercio justo puede reducir los precios en los insumos de la canasta familia y contribuir a disminuir el hambre en las ciudades, donde el precio de los alimentos resulta excesivo.

Por eso, la presente edición del periódico A la Calle está dedicada al tema de la economía de lo social y lo solidario, en el campo y en la ciudad; a esa otra economía que requiere el país para que lo más importante sea el buen vivir de todos los seres humanos y no la acumulación de la riqueza en unas pocas manos. Se advierte, pues, en el sentido más realista y hobbesiano que donde hay hambre habrá guerra de todos contra todos.

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