Los tableros verdes lucen descascarados y opacos. En algunos casos los salones no tienen techo ni paredes, son un rastro, una cicatriz. En otros hay hamacas y ropa extendida. No hay lecciones, no hay sumas, no hay nada. Nadie.

El artista Juan Manuel Echavarría recorrió más de cien escuelas en Montes de María, Putumayo y Caquetá. Escuelas abandonadas, escuelas destruidas, escuelas sin niños a las que fotografió y que luego expuso con el nombre de “Ríos y silencios”. La imagen vino a mi mente mientras escuchaba relatos de niños y niñas que hace tiempo dejaron de serlo y que hablaban de cómo la guerra les había cambiado la vida.

Más de dos millones de niños fueron desplazados de sus tierras, algo así como obligar a los habitantes de Medellín a dejar su ciudad y huir hacia otro lugar, en unos pocos días. Lo que les sucedió a pueblos diminutos que aparecieron en los relatos y en los mapas apenas la guerra informó de su existencia: Santa Ana, en Granada, o Aquitania, en San Francisco.

Aquellas escuelas quedaron sin profesores y sin niños, sin lecciones en el tablero y sin el bullicio de los descansos. Porque aquellas familias con sus hijos debieron marcharse, así como en la película Los colores de la montaña, para muchos el relato más cercano de la guerra.

Y los que no alcanzaron a huir con lo poco que podían, fueron arrastrados por guerrillas y paramilitares. 7.583 menores de edad fueron reclutados forzosamente entre 1985 y 2019 en Colombia, y más de 17 mil entre 1960 y 2017. Son casi 76 salas de cine (o 170) para cien personas repletas de niños; algo así como todos los habitantes de Sabanalarga, un pueblito al lado del río Cauca.

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“Los niños llevan los impactos físicos y emocionales que cargan ellos, sus familias y sus entornos comunitarios”, dice en Medellín Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, durante un evento al que llaman “Reconocimiento de los impactos del conflicto armado colombiano en niños, niñas y adolescentes”. Sucede en la tarde del 22 de noviembre en un auditorio gigante que antes fue una bodega. De Roux dice que es nuestra responsabilidad acoger la dignidad y la verdad de todos ellos: “le decimos al país que es cierto, que esto pasó y que es lo que hemos heredado y lo que podemos vivir hacia adelante si las cosas no cambian”.

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Hay decenas de relatos. La directora del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) dice que recibieron 6.748 niños luego de la guerra, que no tuvieron la posibilidad de tener a sus familias, de ir a una escuela o de tener su propia identidad.

Entonces sigue un grupo de cuatro hombres que toman asiento en un escenario gigante y que uno a uno van narrando sus historias. Uno de ellos es Jorge Arboleda. Se para frente a un micrófono y deja sus manos atrás. Parece nervioso mientras dibuja círculos con su cintura. Atrás suyo, en la pantalla, están las fotos de seis niños, de rostros asustados, sin sonrisas. Son fotos viejas y desenfocadas; son las imágenes de los niños asesinados por el Ejército el 15 de agosto de 2000 en Pueblorrico, Antioquia. Un crimen que nunca reconoció el ejército y que solo el 19 de noviembre, por una sentencia del Consejo de Estado, se condenó al Estado por la masacre. Fueron más de cuarenta minutos de disparos contra lugares como la escuela de la vereda La Pica.

Jorge, dice casi dos décadas después, vio morir a dos de sus hermanos. Mira uno de los compañeros de aquella escuela, uno de los cuatro heridos de aquel día, sentado entre el público. Y entonces dice “aquí estamos”. Dice, sin decirlo: sobrevivimos.

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Tres meses después de la masacre de Pueblorrico hubo algo que se conoció como Operación Berlín. Sucedió el 18 de noviembre del 2000. Murieron 74 menores de edad reclutados por las Farc. El hombre que lo cuenta tiene una gorra oscura. Las luces del escenario no penetran sus ojos. Se le ve con un poncho anudado en el cuello y en su mano derecha sostiene una hoja de la que lee unas notas.

Al frente suyo, a un par de metros, en la primera fila, está Rodrigo Londoño, antes Timochenko. Le pide a “los señores de las Farc” que los mandos medios saben dónde están los restos de los desaparecidos, de los niños muertos en la guerra, de los que intentaron huir para volver a sus casas y que quedaron sepultados bajo montañas que son bosque.

El hombre es de Caquetá. No nombra los ocho niños asesinados por el ejército en un bombardeo reciente en ese departamento, pero sí dice que “sigue pasando lo mismo, los niños muriendo ahí. Si saben que los niños están ahí, ¿por qué meten esos bombardeos?”

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“La fatalidad de la guerra es algo muy claro para mí”, dice un muchacho, es hijo de Mario Calderón y Elsa Alvarado, investigadores del Cinep, asesinados por el paramilitarismo en mayo de 1997. Atrás de él la foto de sus padres: ambos sonrientes, ambos de camisa roja. Él de bigote y una calva incipiente, y ella con un cabello negro y frondoso.

“Mi creencia en la justicia transicional está por la ineficiencia de la justicia ordinaria. La transicional es lo mejor para un país que ya tiene un Galán, un José Antequera, un Garzón, un Mario Calderón y una Elsa Alvarado”, dice.

Entonces les dice a los que antes fueron guerreros, a los antes comandantes: que si ellos fracasan en su propuesta de resarcir los daños que ocasionaron en la guerra, el país los recordará por los daños que cometieron. “¿Cómo quieren ser recordados después de morir?”

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Tres viejos guerreros se sientan en el frente del escenario. El primero es un militar y se llama Daladier Rivera. Es el responsable de la ejecución de un muchacho al que llama Darwin: un falso positivo. Pide perdón por ello, pero luego un comisionado lo recriminará por decir el nombre del muchacho.

Le seguirá Fredy Rendón Herrera, un antiguo jefe paramilitar conocido como El Alemán y quien comandó el frente Elmer Cárdenas. Nombrará las sentencias de justicia y paz en las que se habló del esclarecimiento del reclutamiento forzado. Al final dice que enviaron a un laberinto a niños, niñas y adolescentes, un laberinto, lo que es la guerra, “del que nunca pudieron volver”.

El último es Rodrigo Londoño, antes Timochenko. “Este acto no repara lo irreparable, pero sí nos pone de cara al país”, dice. Al final recuerda a Samuel David, un niño de siete meses, en el momento en el que intentaron asesinar a sus padres, y a su hijo de cinco meses. Al hablar de su hijo se le quiebra la voz y decide apoyarse en un poema de Alicia Pérez Hernández, escrito en una de las hojas que lleva consigo.

Niños, que en vez de pan

tienen un fusil en la mano.

Y en lugar de jugar a las canicas,

Se preparan para la guerra.

[…] ¿Hijos, de quién?

Esas caritas llenas de polvo y lágrimas en sus ojos

Esas manitas, erguidas en un fusil de guerra.

¿Hijos, de quién?

De una sociedad o de un gobierno

Que calla su conciencia ignorándolos

¿Cuántos de esos niños mueren en una guerra?

y no saben por qué pelean.

¿Hijos de quién?  ¡Nuestros!