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El puerto del oro y la coca

Podría uno decir que Puerto Claver era la tierra prometida de esta región de Antioquia. Quienes llegaban se quedaban y hasta mandaban a llamar a sus conocidos. Claver tenía todo: una tierra fértil y productiva y un puerto rodeado por el río Nechí que atraía todo el comercio del sur de El Bagre, Zaragoza, Cuturú y Magangué.

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Durante los años 50, cuando aún no había conectividad terrestre, los buques, lanchas y canoas llegaban cargados con maíz, yuca, plátano, pescados, frutas y se iban vacíos. Todo lo que llegaba se vendía.

Luego, en los años 70, comenzó la migración de hombres y mujeres de Córdoba, Bolívar, Caucasia, Zaragoza, Nechí y de otras partes de El Bagre que llegaron atraídos por la bonanza del oro que comenzaba a nacer en Puerto Claver.

Esos hombres y mujeres cambiaron de territorio y de actividad económica; se metieron al río con batea en mano para comenzar a lavar oro. El mismo oro que hizo que Puerto Claver dejara de ser el gran puerto.

Hoy el río Nechí es solo una pequeña corriente de agua que roza a este corregimiento de El Bagre. Cuentan sus pobladores que actualmente está a tres kilómetros de distancia de la base del puerto y que su afluente no es el mismo. “Fue Mineros S.A. el que le cambió el curso al río con su minería a gran escala”.

El oro y la coca modificaron las dinámicas culturales, económicas y sociales de la población. A pesar de que sus habitantes reconocen que la violencia siempre los ha acompañado, en los años 90 se agudizó con la llegada de los grupos armados que se disputaban el territorio y que aún sigue más viva que nunca, con la presencia de las empresas mineras que continúan degradando los ecosistemas y de la hoja de coca que “trajo la desgracia a las veredas de Claver”.

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“El oro yo solo lo conocía en el anillo de matrimonio de mi mamá y mi papa”, dice con gracia Fernando*. Camina con la tranquilidad de un hombre que no le debe nada a nadie, a pesar de que su liderazgo social lo ha tenido en la mira de aquellos a quienes incomoda. A donde va lleva su libreta. Fernando escribe en silencio, se pone sus lentes, observa a quien habla y escribe. Habla solo cuando lo considera necesario.

Oriundo de Córdoba, llegó a Puerto Claver en 1991, en algo que él llama el sueño americano: salió a buscar otra vida y una nueva oportunidad de mejorar su economía y de hacer plata.

“Yo no sabía ni qué era una batea, qué era un motor para minear, y el primer trabajo que me salió fue en una mina. A la semana yo ya barequeaba. Luego me salió trabajo para ir a tirar machete y me ganaba cinco mil pesos, mientras que, con el oro, en ese tiempo, un castellano valía 28 mil pesos; entonces, ¿quién volvía a tirar machete? Nadie”.

Con ese mismo objetivo llegó Ovidio* desde Caucasia hace 20 años a Puerto Claver. Llegó solo, “buscando una mejor calidad de vida y porque me habían dicho que era un territorio en el que se podía trabajar con la gente, con las comunidades y para el desarrollo. Eso me impactó mucho”.

La minería les cambió la vida. A Fernando, por ejemplo, la necesidad le enseñó a minear. Cuenta que eran más de cinco mil personas por todo El Bagre trabajando la mina de veta, todo manual, pues aún no había motores ni dragas trabajando.

Con el tiempo, empresas como Mineros S.A, antes conocida como Pato Consolidated Gold Mining, y AngloGold Ashanti, que tenían extracción en puntos específicos de El Bagre, se regó por toda la región y comenzó una explotación de oro a gran escala, limitando y hasta prohibiendo la minería artesanal que hacía la población.

Fernando empezó a andar con la minería. Estuvo en Tigüí, en las minas de la Serranía de San Lucas, en Puerto López y en el Sur de Bolívar. Fue en este último sector, en la vereda La Unión, donde comenzó su liderazgo social organizando la Junta de Acción Comunal de esta vereda. Todo esto para hacerle el frente al ELN, que no les dejaba explotar una mina de veta a la comunidad.

Fernando regresó a Puerto Claver y encontró que en las veredas cercanas a la suya sí existía una Junta de Acción de Comunal, pero estaba inactiva. Recuerda que había más cooperativismo que juntas, “cooperativas de transportadores y de productores. Ese modelo era un trabajo social que había en el territorio por parte de las comunidades”. Y que, además, aunque muchos prefieren no mencionarlo, Fernando dice que muchas de estas iniciativas sociales nacieron por trabajo político de grupos de izquierda como el MOIR y la JUCO. “Hoy la gente no se atreve a hablar de eso”.

Este corregimiento está compuesto por 62 veredas distribuidas en los casi 800 kilómetros cuadrados que mide el territorio. Y en una de esas veredas Ovidio estaba iniciando el mismo proceso de Fernando. También había Juntas de Acción Comunal pero estaban inactivas.

“Cuando yo llegué dije, ‘hombre, vamos a organizar esto, vamos a ver cómo trabajamos’, y comenzamos. Yo comencé a reunir la gente, a la comunidad, hasta que reactivamos la junta”, recuerda con orgullo Ovidio, quien se animó tanto por este proceso que comenzó a visitar otras veredas y a apoyarlas en la creación, reactivación y fortalecimiento de estos procesos sociales.

Todo esto pasaba finalizando los años noventa. Ya los diferentes grupos guerrilleros como el ELN y las Farc y los grupos paramilitares hacían presencia en el territorio y tenían injerencia en las dinámicas de vida de las comunidades. Ambos grupos sabían cada uno de los movimientos que se iban a hacer antes de que se realizaran.

“Las guerrillas respetaban y promovían que nosotros nos juntáramos, que formalizáramos los trabajos sociales y las Juntas de Acción Comunal; ellos nos decían que eso era bueno para el desarrollo de la comunidad”.

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Los habitantes de Puerto Claver reconocen que la violencia siempre ha estado en su territorio. Unas épocas más fuertes que otras, pero que nunca los ha abandonado. Enfrentamientos entre grupos, amenazas, homicidios, falsos positivos, señalamientos, desplazamientos. Todas las formas de violencia han confluido en estas tierras codiciadas por el oro y la coca.

La guerrilla ya hacía presencia y tenía control sobre el territorio. De alguna manera, las comunidades de Puerto Claver se habían acostumbrado a esta dinámica de vida. Ya tenían claras las normas, ya sabían cómo era la jugada. Pero con la entrada de los grupos paramilitares a la región, a inicios de la década de 2000, la violencia se agudizó. Comenzó la disputa por tener el control sobre el territorio y las poblaciones quedaron en medio del fuego cruzado.

La confrontación entre paramilitares, guerrilla y Ejército era el común denominador en la zona. Y a este paisaje se le sumaba la prosperidad que estaba teniendo sembrar y raspar coca en los terrenos que antes cosechaban alimentos.

“La coca ha sido una tragedia para la comunidad porque ha traído conflicto, mucha muerte. ¿Le produce plata a quién? No al que la siembra ni la raspa, al que la procesa allá en polvo; ese es el que hace la plata y por eso es la guerra”, dice Silvio*, un sucreño de la vereda Pisingo.

Francisco y Silvio recuerdan que antes de que la mata de coca se convirtiera en negocio, las guerrillas de las Farc y el ELN no permitían que se sembrara en sus territorios. Luego, cuando el dinero llenó los bolsillos de quienes la sembraban, el negocio de la mata de coca se impuso entre los de aquí y allá.

La necesidad de tener el poder sobre la tierra impulsó una ola de violencia que aún ahoga al Bajo Cauca. Convirtió a los campesinos agricultores y pescadores en cultivadores de coca; a los mineros que ya no tenían mucho éxito en la minería artesanal, en raspachines de la hoja. Toda la región se llenó de una mata verde que pelecha rápidamente, que se transporta con facilidad y que les compran a un buen precio.

Las personas no confían en el Ejército Nacional, pues el Estado no ha llegado. En Puerto Claver son pocas las escuelas, y todas carentes de insumos para la formación. Las vías son limitadas: si hace mucho sol, se pueden mover por tierra, pero el transporte es costos; si llueve, se pueden mover por los afluentes del río, pero la mercancía se echa a perder en los aguaceros. “A Puerto Claver va un médico los lunes y los jueves, el resto de días se muere el tipo en el camino, en el jhonson”. Allá está prohibido enfermarse.

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“Entonces cuando usted tiene un pensamiento diferente al capitalismo o a la forma de hacer política, a la forma de la gente organizarse, a la forma de pensar, a usted lo señalan enseguida: este man es de izquierda, este man es del otro lado. Entonces cargamos con ese…”.

Estigma, es la palabra que minutos después dice Fernando. Las Juntas de Acción Comunal y las diferentes asociaciones que empezaban a emerger desde las comunidades, tenían aprobación y hasta cierto apoyo por parte de las guerrillas. Ahí empezó el estigma. Cuenta Ovidio que a todos los líderes comunales los señalaban de guerrilleros y simpatizantes de las guerrillas, y que esto provocó que muchos de ellos desistieran de sus labores por el miedo.

Todos se quedaron quietos. El paramilitarismo atemorizó la región y controló hasta la comida que se mercaba en cada casa. “Puso reglas, que una familia no pudiera mercar más de 250 mil pesos, por ejemplo. Y esas reglas quedaron después de que se desmovilizaron y hasta el mismo Ejército se encargó de que se siguieran cumpliendo”.

A raíz de esto, recuerda Fernando, la gente sintió la necesidad y la urgencia de volverse a organizar, de volver a tener tejido social que respaldara las acciones de la comunidad. De ahí nació la Asociación de Hermandades Agroecológicas Mineros de Guamocó (Aheramigua).

Esta asociación nació como una oportunidad organizativa basada en las hermandades entre veredas, que velara por defender la permanencia en el territorio y la defensa de los Derechos Humanos.

Fernando comenzó a trabajar con Aheramigua durante la década del 2000. Dedicaba viernes, sábados y domingos a recorrer la mayor cantidad de veredas. Quería saber quiénes eran sus vecinos, cuántos eran, de qué vivían, cuáles eran las necesidades que tenía la gente de Puerto Claver. Llego a lugares en los que el Estado jamás había ido ni siquiera para presentarse.

Con esta organización luchó contra las empresas mineras que querían acabar con la minería artesanal, lideró campamentos humanitarios que abrazaron a las comunidades víctimas del fuego cruzado entre grupos armados y el Ejército Nacional.

“Y las cosas quedaron quietas así. Un día el Ejército llegó preguntando por los que habían estado en esas manifestaciones para capturarlos. Es más, después empezaron a ofrecerle trabajo a la gente en esas empresas mineras y no aceptamos. Entonces ahí empezó la primera persecución”.

Para ese momento, una situación sin importancia. Con los años la persecución se convertiría en desapariciones, falsos positivos, amenazas a los integrantes de Aheramigua y el asesinato de William Castillo, un líder de la vereda La Corona.

William era cordobés, trabajaba en la arriería y por eso tenía acento paisa. “No ve que él tenía hablando paisa, paisa, y de pronto se le metía el costeño. Cuando veía una muchacha bonita eso enseguida se le salía un ssss”, ríe Fernando mientras recuerda a su amigo.

A William lo mataron en 2016, luego de una reunión en la que la Gobernación de Antioquia estaba presentando su plan departamental. Allí William les dijo a los funcionarios:

“¿Entonces para qué hijueputas nos invitan aquí, si nosotros venimos a proponer y ustedes ya traen todas las maquetas hechas de lo que ustedes van a hacer?”. Salió de la reunión, fue a la Junta de Acción Comunal del barrio Villa Echeverri y “dos manes lo acabaron”.

Tras la muerte de William, siguieron las de dos líderes que trabajaban por mejorar las vías de la vereda La Corona. Fernando y otros tres compañeros fueron amenazados. Aheramigua entró en una etapa de quietud y suspenso.

Durante 1996 y 2016, la Unidad de Víctimas registró 44.987 personas que se desplazaron de El Bagre. Cinco desplazamientos masivos han marcado la historia de Puerto Claver: 2000, 2005, 2010, 2013 y 2016. El primero fue en la vereda La Concha. No quedó absolutamente nadie. En el último, en 2016, fueron siete veredas de Puerto Claver: 195 familias y más de 500 personas. “Nosotros íbamos a salir, pero no pudimos; la vereda estaba llena de minas. Uno oía el plomo que eso chiflaba, pero ajá, por dónde íbamos a salir”, relata Silvio.

“Cuando fueron a buscar a William, alguien les mostró una foto de los que ellos estaban buscando. Ahí estaba la de William, la de los dos líderes que asesinaron, la de otros dos compañeros y la mía. A los otros dos compañeros los tuvieron que sacar en avión y todo. Yo me relajé, me fui para mi casa en Córdoba y bajé como a los ocho diítas. Nunca me había puesto una cachucha y ese día me puse una hasta las orejas”, dice Fernando.

Pero eso no lo hizo desistir. Continúa trabajando por y para las comunidades. Camina todas las veredas de Puerto Claver y El Bagre. Recorre los humedales del río Nechí y visita a los campesinos y pescadores. Piensa en qué acciones se pueden desarrollar para frenar el daño ambiental, para garantizar una mejor calidad de vida a los habitantes de su región, para que haya tierra y trabajo.

“Quiere que le diga una cosa, yo no he dejado de ser Aheramigua, yo no he renunciado a Aheramigua, no me he retirado, yo sigo”, reafirma con voz imponente Fernando. Su liderazgo ahora lo ejerce desde otra asociación de víctimas, pero con la misma visión y el mismo objetivo de Aheramigua: velar por la defensa y permanencia en el territorio.

“Una de las cosas que peleamos en los paros, en las manifestaciones, es el derecho al trabajo. Y para trabajar necesitamos tierra, necesitamos legalizar nuestras parcelas y trabajar por nuestra comunidad. Porque si todos estamos pensando en el territorio, trabajando por el territorio, pues yo creo que ahí encontramos esa paz, esa tranquilidad que necesitamos como personas, como familia y como comunidades”.

Daniela Sánchez Romero
Periodista de la Universidad de Antioquia. Me interesan los tema de cultura, memoria, paz y derechos humanos.