Este domingo, Berta Quiñones y otros campesinos regresan a sus fincas. Después de mercar, van hasta el parque principal de Anorí a tomar el bus escalera “El campeón”. Los hombres, que usan botas y sombreros, montan bolsas, cajas de cartón y costales con víveres en las últimas bancas. Luego ayudan a las mujeres y los niños a trepar. A las 8 a.m. emprenden el viaje de 13 kilómetros hacia la vereda La Plancha.

A pocos minutos del pueblo encuentran la Base Militar Esparta, donde están asentados dos batallones del Ejército: el de Infantería N°42 “Batalla de Bomboná” y el de Contraguerillas N°2 “Los Guajiros”. De ahí en adelante, los campesinos ven soldados –que usan armas largas y cascos camuflados– vigilando desde los barrancos; otros lo hacen desde el aire, sobrevolando el sector en un helicóptero.

El bus escalera avanza con dificultad por una carretera sinuosa, dejando a su paso una nube de polvo amarillo que cubre el follaje. Tras las curvas emergen, a lo lejos, en las montañas, palmeras que se estiran para sobrepasar los árboles. Y más cerca, casas sencillas que lindan con corrales, donde las vacas recién ordeñadas permanecen con sus terneros, y con potreros que se extienden hasta cañadas y riachuelos.

También aparece, como parte del paisaje, la caligrafía de uno de los actores de la guerra. Una sucesión dispareja de números y letras rojas y negras, que ya se empieza a borrar, se repite sobre las paredes de ranchos de madera plantados a la orilla de la carretera: “ELN. 50 años presente”. Pintas hechas por esa guerrilla para recordarles a campesinos, militares y otros grupos armados quién manda en el territorio.

Tras casi dos horas de viaje, y a pocos metros de finalizar el recorrido, carabineros –que llevan pañoletas naranjadas colgadas del cuello– detienen a “El Campeón”. Por lo que se lee en un letrero, son integrantes de la Unidad Policial para la Edificación de la Paz. Se instalaron ahí para hacer parte del primer anillo de seguridad del punto de concentración de las Farc que se construye en esa vereda.

Desde su llegada, a Berta y a sus paisanos les piden los documentos de identidad y les requisan los bolsos, en los cuales guardan la ropa que usaron el sábado en la tarde para subir al pueblo, y el mercado que harán rendir para la semana. Hoy no es la excepción.

–¡Eh, ni para la propia casa nos van a dejar pasar pues! –les grita Berta a los policías que les impiden el paso, mientras, aún molesta, cubre su rostro de los rayos del sol con un antebrazo–. Estos requisándole a uno hasta las peloticas a ver qué trae o qué lleva. ¡Esto está muy aburridor! –bisbisea, y solo quienes están cerca la escuchan.

Esta vez, ella y sus vecinos deben ser más pacientes que en ocasiones anteriores, porque las condiciones de seguridad son especiales. Funcionarios nacionales y uno extranjero visitarán la vereda, donde está ubicada la sede local del Mecanismo de Monitoreo y Verificación, que se halla un kilómetro más adelante. En este se alberga una comisión integrada por observadores de la Misión de la ONU, el Gobierno Nacional y las Farc.

Entre los visitantes, desconocidos en estas tierras, sobresalen tres: Michael Higgins, presidente de Irlanda del Norte; Sergio Jaramillo, alto comisionado para la Paz, y Alfonso Prada, director del Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA). Los dos primeros conocerán cómo avanzan las instalaciones del Mecanismo y el campamento de las Farc. El tercero anunciará un programa de educación para los guerrilleros.

Hace media hora debieron llegar los visitantes que, sin saberlo, interrumpen en la rutina dominguera de los campesinos. Ya deberían haber llegado, pues el recibimiento estaba programado para las 9:30 en la sede del Mecanismo. Pero, por dificultades atmosféricas, el retraso de los funcionarios se prolongará.

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Anorí es uno de los diez municipios que integran el Nordeste de Antioquia. Su geografía comprende un sistema montañoso anclado en la cordillera central de los Andes. Sumados, los habitantes de los sectores rural y urbano ascienden a 17.521 –según proyecciones de población del DANE para 2017–, distribuidos en 1.430 kmque comprenden, a su vez, 52 veredas y un corregimiento.

Otrora, esas tierras estuvieron pobladas por indígenas del pueblo Nutabe; luego, por expedicionarios españoles que llegaron buscando oro y, finalmente, por colonos que levantaron un caserío minero declarado como municipio en 1821. Desde entonces, la producción del mineral ha disminuido, aunque continúa siendo un rubro significativo del producto interno bruto local.

Según datos del Sistema de Información Minero Colombiano, del Ministerio de Minas y Energía, durante 2016 los mineros extrajeron del interior de esas montañas y sus afluentes 824 kilogramos de oro. Esa cifra ubica a Anorí como el tercer mayor productor del mineral en el Nordeste, superado solo por Remedios (2.725) y Segovia (2.695), y seguido por Amalfi (615).

Pero, además de albergar minas de oro, las montañas anoriceñas han servido por décadas como huerta para el cultivo de hoja de coca. Los registros del Observatorio de Drogas de Colombia así lo indican: en el municipio había 256 hectáreas sembradas en 2015. Para ese año, solo lo sobrepasaban Tarazá (884) y Cáceres (420), y lo seguían Valdivia (189) y Nechí (128), en Antioquia.

Esos recursos, sumados al potencial hídrico, motivaron la convergencia de las Farc –ahora en proceso de desmovilización–, el ELN y grupos paramilitares “que se disputan el control del territorio y los circuitos de economía ilegal” desde las décadas de 1980 y 1990. Así lo advierte un informe de riesgo emitido en diciembre de 2007 por la Defensoría del Pueblo, a través de su Sistema de Alertas Tempranas.

Y como consecuencia de esa disputa, inherente a las relaciones de poder entre los actores del conflicto armado, se han presentado recrudecimientos de la confrontación que han generado situaciones de riesgo y violaciones a los derechos humanos de la población civil, principalmente campesina. Hasta ahora, ese conflicto ha ocasionado al menos 6.160 víctimas (algo así como el 35% de la población actual) que se hallan inscritas en el registro de la Unidad para las Víctimas.

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La casa grande.
La casa grande.

–Con todo esto del proceso de paz, por aquí las cosas están muy buenas, muy tranquilas. Y no lo digo solo yo; la mayoría de los campesinos pensamos eso. Pueda ser que no se vayan a dañar –su tono, algo esperanzador/algo escéptico, deja entrever también sus expectativas–. Vos sabés que uno a estas alturas, después de toda la guerra que hemos vivido, es desconfiado.

Gabriel Pérez conversa con Berta mientras le ayuda a otro campesino a enjalmar una bestia. Está afuera de la casa grande, que es tienda y bodega y alquiler de potrero, donde vive su hermano. Ahí descarga el bus escalera a los campesinos y, estos, sus provisiones. Y ahí, amarrados del travesaño de un corral de ganado o del tronco de un árbol, esperan mulas y caballos hasta ser cargados o montados.

–¿Quién quita que, de pronto, cuando se acabe esto del campamento de la guerrilla, cuando ya salga el Ejército, y se vayan todos, y volvamos a quedar solos, caigan otros grupos armados a hacer una masacre bien berraca y a atropellar las cosas? –pregunta, sin dejar de acomodar un costal sobre la enjalma–. ¿Quién?, ¿ah? –Ella asiente, en silencio, moviendo la cabeza.

Sus palabras y silencios son reflejo de una preocupación colectiva y creciente. Saben que el campamento de las Farc y la sede local del Mecanismo, que se hallan a diez o quince minutos de ahí, funcionarán solo por seis meses, máximo ocho. Después serán desmontados y los policías y militares que brindan seguridad se marcharán. En los últimos días, ya han escuchado comentarios inquietantes.

–Hace diitas, desde que comenzó eso allí –voltea la cabeza para señalar con el mentón rasurado hacia la dirección donde están construyendo el campamento–, hay comentarios de que los paracos dijeron que gozáramos ahora que estamos de mingueros con el Ejército y los guerrilleros, que porque después venían ellos para las veredas de El Carmín, La Plancha y San Isidro a acabar con todos.

Rumores similares han llegado al despacho de William Velásquez, secretario de Gobierno de Anorí. Ha escuchado que al corregimiento de Liberia han arribado hombres identificándose como integrantes del “Clan del Sur de Bolívar”. Allá han permanecido uno o dos días y han dicho que tienen la intención de quedarse para comprar la pasta base de coca.

Lo mismo, ha escuchado decir de los pobladores –quienes no se atreven a denunciar directamente por temor a represalias de esos grupos armados–, ha ocurrido en inmediaciones de la vereda San Isidro, en el sector de La Plancha. Y ahí, por ser el territorio donde está ubicado el punto transitorio de normalización o campamento de las Farc, se podrían presentar riesgos especiales.

Entre tanto, policías vigilan permanentemente en La Plancha. Algunos se acercan a comprar mecato y gaseosa a la casa grande. Gabriel y Berta bajan un poco la voz pero siguen conversando. Los demás campesinos que también están preparando las bestias continúan sin inmutarse, acostumbrados a su presencia. Cerca, bajo la sombra que produce el techo y entre varios costales, dos perros hacen la siesta.

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–¿Pero sabe qué sí está bastante duro?, que el Gobierno está bregando a aplacar una guerra contra los armados y está alimentando otra contra los mineros y los coqueros. ¿Y, entonces, esa gente qué hace?, ¿aguantar hambre? –cuestiona Berta, y revisa de reojo su reloj: son las 10:42; casi es hora de partir para la finca–. Ahí está lo duro. ¡Deberían tener eso en cuenta!

–Ah, sí. Es que ellos vienen y queman las máquinas, pero no saben cuánta gentecita queda por ahí aguantando hambre –reprocha Gabriel–. Y entonces eso no debería ser así. ¿Qué podría hacer el Gobierno? –él mismo plantea una respuesta–. Debería llegar y llamar a los dueños de las máquinas para decirles: ‘Bueno, vamos a negociar’.

Y una iniciativa como esa, al menos para ellos como pobladores, debería verse materializada en beneficios. Proponen, por ejemplo, que el Estado utilice esas mismas máquinas para desprender, de la carretera principal, ramales que lleguen hasta las veredas. Pero, de ningún modo, quemarlas sin que hayan acordado antes una alternativa de subsistencia para los campesinos.

Sin embargo, el Secretario admite que no existe un plan de formalización minera para Anorí. Hay un técnico contratado por el Municipio que recorre los territorios, conversa con los mineros y tramita inquietudes; no más. A través de él, se enteró de que han llegado dragueros al río Nechí, en el cual desemboca la quebrada de la cual se surten de agua el campamento de las Farc y la sede del Mecanismo.

Por hechos como ese, dice, prohibieron el ingreso de maquinaria pesada a las veredas y el corregimiento. Militares y policías se encargan: quien no posee título minero, no puede pasar retros u otras máquinas. Con esa medida, reafirmada en consejos de seguridad, intentan impedir que grupos armados se financien de la extorsión a los mineros informales y disminuir los impactos ambientales en zonas de reserva.

–Los coqueros también están preocupados por lo que está haciendo el Gobierno –comenta Gabriel, a la vez que termina de atar un segundo costal sobre la enjalma–. Hasta donde sé, a los que tenían cultivos de coca les dijeron que iban a negociar con ellos para ir erradicando. Y eso está bien. Pero ya dizque en partes de algunas veredas –como El Chagualo– se los han estado arrancando.

–Es que póngase a pensar: unas veredas por allá a seis o siete horas de viaje, donde si usted cosecha una carga de maíz o yuca, cuesta más el flete para sacarla al pueblo que lo que le dan por ella. Entonces, ¿qué tiene que hacer la gente?, pues buscar la forma de vivir –añade Berta–. Por eso digo que por aquí no se siembra coca porque la gente quiera, sino porque no tiene más alternativas.

Aunque la Alcaldía no posee datos exactos de la cantidad de hectáreas sembradas, la Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria (Umata) se atreve a afirmar que podrían ser al menos unas 1.500. Con los cultivadores, cuenta Velásquez, se ha estado reuniendo una funcionaria de la Agencia para la Renovación de los Territorios. Ella los está censando para, luego, convenir un proceso de erradicación.

Los coqueros, por iniciativa propia, se han estado organizando para negociar con el Gobierno. Entre el 28 de febrero y el 1 de marzo se congregaron en el casco urbano de Anorí aproximadamente 1.400 cultivadores y recolectores para lanzar la Coordinadora Cocalera Municipal. A través de ella, pretenden detener la erradicación violenta de los cultivos y exigir que se implementen planes de sustitución integral.

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–Otra cosa que yo espero con estos diálogos de paz es el desminado. La finca mía es una en la que ya deberían estar quitando esas minas –Berta conversa con Gabriel, ahora junto a una mata de plátano que está frente a la casa grande. ¿No se enteró de que yo casi me contramato, hasta sorda de una oreja quedé, no hace mucho? –Él parece sorprendido.

Sucedió hace aproximadamente dos años en Santiago, una vereda vecina de La Plancha, donde ella vive con su esposo y dos hijos. Allá suele mantener entre quince y veinte vacas, de las cuales ahora ordeña diez, en los pastizales que sobrevivieron a las fumigaciones aéreas de años atrás contra la coca. Lo recuerda mientras comparte con Gabriel unas rosquillas que compró en la tienda.

–Yo iba a darles vuelta a unas vaquitas. Pero cuando me subí a un barranquito a gritarles para que vinieran, me resbalé y caí sobre una mina. Y pluuum. Explotó. Me dañó un oído y un piecito; y eso que solamente estalló el estopín. Eso me dijeron ellos mismos –los guerrilleros–, cuando me tuvieron que hacer las curaciones. Sino, me hubiera pasado lo que a un muchacho en Santiago: si mil pedacitos quedaron de él, fueron poquitos.

Como Berta, 166 personas fueron víctimas de minas antipersonal y municiones sin explotar desde 1997 en Anorí. Ese dato, tomado del Sistema de Información de Acción Contra Minas con corte al 31 de enero de 2017, equivale a 31 muertos y 135 heridos; más del 98% de ellos, hombres. Los años más críticos, porque superaron la veintena de casos, fueron 2008, 2007 y 2005 respectivamente.

Del total de las víctimas, 67 eran civiles y 99 miembros de la Fuerza Pública. Y los principales responsables son los guerrilleros del Frente 36 de las Farc, hábiles para la elaboración de artefactos explosivos. Ellos, aseguran los campesinos, sembraron minas en potreros, orillas de caminos reales, cercanías de escuelas, etc., para que los militares que pasaran por ahí cayeran en esas trampas mortales.

–Y lo peor es que hasta ahora nadie nos ha dicho que van a desminar. Yo hablé con los señores de la guerrilla antes de que se retiraran, porque sé dónde hay minas; les dije que ellos las habían dejado por allá tiradas –las palabras de Berta, opacadas momentáneamente por el ruido de una moto que transita por la carretera, suenan a regaño–. Lo que respondieron fue: “Ah, eso le toca ya es al Estado desminar esto”.

Pero, al menos hasta donde tiene conocimiento el Secretario, Anorí no está entre los municipios priorizados para desminado humanitario. Por lo contrario, lamentó que la Gobernación de Antioquia haya retirado el año pasado al funcionario que estaba desarrollando las campañas pedagógicas en el municipio, para evitar accidentes relacionados con minas y otros artefactos explosivos.

Y si el funcionario salió no fue porque no lo necesitaran. Entre diciembre y enero se registraron dos víctimas de artefactos explosivos en distintas veredas. Esta vez, un joven y una señora que resultaron heridos, según parece, por minas antipersonal. “Andamos muy preocupados por eso –enfatiza Velásquez–, pero el desminado es muy costoso porque tiene muchos protocolos. Como Administración, se nos sale de las manos”.

–El desminado es urgente, y debería hacerse de inmediato, para que apenas pase esto con las Farc, nos dejen tan siquiera las finquitas libres de minas –sentencia Berta, quien conserva las cicatrices físicas del conflicto en una de sus piernas–. Y ojalá que con el ELN también avance esto pronto, porque… ¿quién no quiere la paz? Pero que no nos dejen las veredas minadas. ¡Eso no lo queremos heredar!

Pasadas las 11:30, la campesina se monta a su caballo. Avanza unos metros por la carretera, cruza la quebrada La Plancha y se adentra por una trocha que bordea un cultivo de penca de cabuya y conduce hacia Santiago. Gabriel se queda afuera de la casa grande, con los brazos apoyados en los travesaños del corral, contemplando el ganado. Junto a sus botas, que dejan huella en un mezcla de tierra y boñiga, el calor evapora el orín de las bestias.

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Llegada de los funcionarios.
Llegada de los funcionarios.

Al medio día, los funcionarios aún no han aterrizado en La Plancha. Uniformados, que se mantienen en guardia, los esperan aparcados en un potrero; a unos cuantos metros, sentados en la orilla de la carretera y casi deshidratados, un grupo de periodistas se desespera. A eso de la 1:10, y saliendo de atrás de alguna de las montañas, aparece el primer helicóptero black hawk; luego, otro.

Los visitantes son conducidos hacia la carretera, donde están parqueadas las camionetas que los transportan unos 500 metros, hasta la sede local del Mecanismo. Su mobiliario consta de cinco carpas blancas, marcadas como coordinación, cocina, comedor y dos dormitorios; más los baños. Cerca hay una cisterna con combustible, un generador eléctrico y tanques con filtros para potabilizar el agua que traen por tubería de la quebrada La Plancha.

Sede local del Mecanismo de Monitoreo y Verificación.
Sede local del Mecanismo de Monitoreo y Verificación.

Caminan en grupo por un camino de piedras menudas y se encuentran en la entrada de una de las carpas. Ahí los recibe protocolariamente “Pastor Alape”, jefe del Bloque Iván Ríos, al cual pertenece el Frente 36 de las Farc. Después, ingresan a una de esas carpas para sostener una reunión privada sobre los avances del punto transitorio, donde los excombatientes abandonarán las armas.

Pero para reintegrarse a la sociedad requieren, entre otras condiciones, acceder a formación para el empleo. Al respecto, Prada, director del SENA, informa que dispone de 351 instructores formados en competencias ciudadanas de paz. Ellos se trasladarán a las 19 zonas veredales y siete puntos transitorios de normalización, que están distribuidos por diferentes regiones del país, para ofrecer capacitación a los excombatientes.

Esa medida, que se implementará en La Plancha desde mañana: lunes 13 de febrero de 2017, fue aprobada por el Consejo Nacional de Reincorporación. En aquel convergen representantes de las Farc y el Ministerio del Trabajo, quienes solicitaron que, además de competencias de paz –a través de los programas Gestores de paz y Ciudadano promotor de paz–, se priorice la formación en Economía solidaria y cooperativismo.

–Nuestros equipos han llegado el día de hoy con dos aulas móviles aquí al campamento de La Plancha. También han arribado cinco instructores. Y tenemos, adicionalmente, la posibilidad de dejar estas aulas –él, acompañado de los demás funcionarios, habla desde una que utiliza como tarima– en dos competencias: Agricultura de precisión y Técnica en reparación de motocicletas”.

–Seguramente vamos a tener muchas dificultades –acota «Alape», advirtiendo el modesto avance del campamento donde habitan los guerrilleros en tránsito a la legalidad–, porque si ustedes miran aún no tenemos toda la logística necesaria para que se desarrolle una pedagogía, una inducción en la enseñanza. Pero –incluso así– tenemos la disposición de trabajar.

Su versión diverge de la del comisionado Jaramillo. Según expresa, el Mecanismo le informó que la adecuación de las zonas comunes del campamento va en más de un 90%, o sea que están “casi listas”; y que la mitad de los alojamientos ya están en pie. Eso, considera, “es una muy buena señal porque hace poco que comenzamos la construcción, de la mano de los miembros de las Farc”.

Campamento de las Farc.
Campamento de las Farc.

Mientras los funcionarios declaran ante los periodistas, las banderas de Colombia y la Organización de las Naciones Unidas ondean al viento. Entre sus astas se divisan, a lo lejos y distribuidos por un potrero, cambuches de paredes de polisombra verde y techos de plástico negro. Y, yendo de un lado a otro como hormigas, excombatientes que tienen sus ropas tendidas al sol y motos parqueadas junto a la carretera.

Según datos de la Gobernación de Antioquia y la Comisión Tripartita, son aproximadamente 108 hombres y 45 mujeres. Todos deben levantarse a las 4:50 a.m. y acostarse a las 8 p.m. En el transcurso del día, tiempo en que los campesinos de los alrededores continúan con su cotidianidad, ellos ayudan a cargar materiales y a construir dormitorios, entre otros espacios del campamento.

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Parque principal de Anorí.
Parque principal de Anorí.

–Desde que hace ya casi dos años, no tenemos una muerte violenta asociada con los grupos guerrilleros. Tampoco nos quitan la energía, ni nos queman los buses, ni nos tapan la vía, ni nos impiden entrar la comida. Lo último fue un atentando, con un artefacto explosivo, que hizo el ELN en julio de 2015 contra la Casa de la Justicia, donde están las oficinas de varias instituciones.

Ese estado de pacificación, asegura el secretario Velásquez desde su despacho, se debe a los avances de los procesos de paz con la insurgencia. Por esa razón, los hostigamientos disminuyeron progresivamente hasta detenerse con la medida de cese bilateral al fuego. Y, como consecuencia, también desapareció la sensación de zozobra permanente entre los habitantes del casco urbano y de las veredas.

Antes, recordaron Gabriel y Berta en su conversación junto a la casa grande, los guerrilleros patrullaban las veredas. Ellos y los demás campesinos se los encontraban por carreteras, caminos y potreros. Y, cuando menos lo esperaban, se armaban enfrentamientos con los soldados, quienes los estigmatizaban por vivir en una “zona roja”. Los funcionarios de la Alcaldía y la Casa de Justicia ni siquiera podían salir del pueblo a recorrer los caseríos.

Así se lo han narrado los campesinos al nuevo párroco municipal: Rodrigo Peña, designado para ese cargo hace casi tres meses. De su parroquia: San Luis Gonzaga, ubicada en costado del parque principal, salen los feligreses que asistieron a la misa de 4 p.m. Después, cuando todos se han ido, pasa a la casa cural –que está contigua– y se quita la indumentaria eclesiástica que utilizó hace unos minutos.

–En este municipio el proceso de paz como que va marcando cierto paso de transición –cuenta afuera de su habitación, que está al fondo del pasillo de la casa cural–. Pero a la vez hay incertidumbre, porque no sabemos qué problemáticas sociales podrían presentarse después de la desmovilización de las Farc. ¿Qué seguirá después del día 180, cuando deje de funcionar el punto transitorio? No sabemos.

Además de preocupado, el párroco está inconforme con la manera en que se están implementando los acuerdos de Paz. Cuestiona, por ejemplo, que el Gobierno aún no les haya brindado a los campesinos alternativas asociativas para la sustitución de cultivos. Tampoco les ha mejorado las vías de acceso a sus veredas. Entonces, admite, no sabe si eso ocurre por “improvisación” o “desconocimiento del proceso” entre los gobernantes.

Pero la inquietud de los campesinos, y de distintas instituciones presentes en el municipio, va más allá. Radica en la posibilidad de que otros actores, como el Bloque Héroes de Anorí del ELN y grupos paramilitares, asuman el control de los sectores y recursos que abandonaron las Farc. Aunque según el Secretario aún no hay denuncias oficiales, los rumores han sido analizados en consejos de seguridad local.

–Yo sigo pensando en una paz que les permitan a los campesinos apersonarse de sus cultivos y tierras, sin que tengan que venderlas o desplazarse de ellas. Y, en el pueblo, que haya calma, tolerancia entre las familias. Porque –de esto está convencido– la paz la tenemos que construir juntos y pensando no en nosotros, sino en las nuevas generaciones.

Afuera de la casa cural, y como cada domingo, el parque de Anorí les pertenece a los niños. Las calles que conducen hacia él están cerradas, para que los conductores de carros particulares, buses escalera y jeeps no ingresen. Montados en sus patines, patinetas y bicicletas, los pequeños ríen y dan vueltas y vueltas sobre ruedas, sin preocuparse en lo mínimo por guerrillas o paramilitares, combates o muertos.