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Cultivos de uso ilícito: tarea pendiente en la contienda presidencial

Más allá de las cifras sobre hectáreas de coca en el país y posiciones de los candidatos frente a la sustitución y erradicación, el problema de la producción y sus impactos sociales y ambientales en las zonas rurales se ha soslayado o tratado vagamente.

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Por: Andrés Mauricio Soto, investigador del Observatorio de Derechos Humanos y Paz del IPC.

Los cultivos de uso ilícito son una de las problemáticas más neurálgicas en Antioquia y otros departamentos del país. Quienes viven y han estado constantemente en subregiones como el Bajo Cauca, Norte y Nordeste han podido conocer los impactos, consecuencias y secuelas que estos producen sobre los territorios. Con la expansión, proliferación y aumento de las hectáreas de coca se expanden, proliferan y aumentan las estructuras armadas no estatales que se lucran y financian con la comercialización y cristalización de su pasta. Por cada plantación de coca se pierden zonas de bosques y cultivos, se ponen en riesgo la soberanía y seguridad alimentaria de las poblaciones, y aumenta el riesgo para las personas en términos de su seguridad y convivencia. Sus efectos son múltiples y, por ende, debe contar con respuestas que por lo menos no sean unilaterales o enfaticen desproporcionadamente en uno de ellos.

Pero, con todo lo que se ha avanzado en la discusión sobre este tema, las respuestas que en los debates han dado los candidatos se han quedado en planteamientos con cierto grado de unilateralidad y desconocimiento. Buena parte del discurso y los argumentos han estado en el plano de la legalización y del consumo. Los medios y los moderadores de los debates han sido responsables de este direccionamiento. Más allá de las cifras sobre hectáreas de coca en el país y posiciones frente a la sustitución y erradicación, el problema de la producción y sus impactos sociales y ambientales en las zonas rurales se ha soslayado o tratado vagamente. Ante la posibilidad de su aumento en el futuro, dadas las acciones llevadas a cabo por el actual gobierno en su lucha contra las drogas, los candidatos presidenciales deberían evidenciar una mayor cualificación en el manejo de la problemática.

Estos cultivos no solo alimentan las condiciones necesarias para que existan conflictividades y violencias, en territorios que se consideran una y otra vez de frontera y con instituciones civiles del estado débiles o inoperantes en sus funciones. Nutren, además, aquellos elementos que contribuyen a la persistencia de niveles altos de pobreza multidimensional y de necesidades básicas insatisfechas, a la permanencia de bajos y precarios indicadores sociales. Por lo que intervenirlos con una estrategia adecuada no solo detendría la magnitud del daño social, económico y ambiental que han provocado, sino también la tendencia de sus impactos y consecuencias negativas para las poblaciones inundadas por estos. Los cultivos de uso ilícito, en especial los de coca, son tanto el combustible de la guerra y el conflicto como el vehículo para la instalación de desigualdades y brechas sociales en los territorios.

Los diagnósticos elaborados por diferentes entidades y organizaciones sobre el tema y las soluciones propuestas con base en ellos han mapeado muy bien la mayoría de estas consideraciones. No obstante, el problema persiste y en la geografía nacional y departamental aumentan la producción de pasta de coca y las hectáreas con el cultivo de su hoja, o se mantienen relativamente estables. Los operativos de erradicación lo único que han logrado es erradicar la confianza en el Estado de centenares de poblaciones campesinas; mientras que los programas de sustitución, en especial el más reciente (el PNIS), han dejado la enseñanza y necesidad de una propuesta más sólida, organizada y planeada, en la que confluya un cambio de mentalidad en la política antidroga y el fortalecimiento o la creación de una institucionalidad dedicada casi exclusivamente a la intervención de este problema en nuestros campos y bosques.

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De hecho, entre 1983 y 2020, como lo evidencia las gráficas, los cultivos de coca han tenido un crecimiento histórico en el país del más del 350%. Los periodos de reducción son significativamente menores con respecto a los periodos de aumento, que se caracterizan asimismo por tener impulsos que duplican la cifra anterior. En ese sentido, no hay una compensación en los grandes esfuerzos institucionales y económicos que se han realizado en la materia, principalmente orientados a la erradicación forzosa química y manual. La lucha contra las drogas en Colombia, desde el punto de vista de su producción como de su distribución y consumo, es una guerra perdida y necesita ser replanteada en muchos de sus fundamentos y principios.

Gráfico 1
Variación de Hectáreas de Coca en Colombia

Fuente: Observatorio de Derechos Humanos y Paz del IPC (2022), con datos del Observatorio de Drogas de Colombia (ODC) y Otras Fuentes.

Existen avances, a pesar del retroceso que implicó el actual gobierno en la política antidroga. Ante todo, no continuar con las directrices plasmadas por Duque en los documentos Paz con Legalidad y Ruta Futuro. Su abuso del término legalidad es directamente proporcional a la no legitimidad que han tenido sus decisiones en torno al problema de la producción de drogas; y más entre las comunidades que circunscribieron acuerdos de sustitución con el gobierno de Santos, como parte de la implementación de los Acuerdos de paz. Es más, la mera idea de retomar las aspersiones aéreas con glifosato –en la que Duque invirtió buena parte de su gestión sobre el problema de las drogas– ignoraba las verdaderas necesidades de un campo altamente impactado por la violencia y la miseria, donde viven los nadies y las nadias de un país que se diluye o astilla en naciones y pueblos.

Aunque, lo más grave, reiterado insistentemente en esos dos documentos, fue el detrimento que tuvo la idea de continuar implementando programas de sustitución. Con ello, Duque sentó las bases para que en lo venidero se observe un nuevo aumento en los cultivos de coca que, según su tendencia histórica, podría sufrir un nuevo impulso similar al que se dio en 1999 y 2014. Cuando, aunadas a esta decisión, se consideran las condiciones de pobreza exacerbadas por la pandemia y las alzas en los precios de los insumos para la producción agrícola y pecuaria, el riesgo de que cada vez más campesinos se dediquen a los cultivos de uso ilícito se hace poco a poco más plausible.

Gráfico 2
Hectáreas de Coca detectadas em Colombia

Fuente: Fuente: Observatorio de Derechos Humanos y Paz del IPC (2022), con datos del Observatorio de Drogas de Colombia (ODC) y Otras Fuentes.

Otro avance consistió en la puesta en marcha del Programa Nacional Integral de Sustitución (PNIS). Pero, dada su ejecución y la orientación que le dio Duque, afectando la confianza construida con los campesinos cultivadores, lo mejor que se puede hacer ahora es recoger muchos de sus aciertos y tomarlos como base sólida para llevar a cabo otros programas de sustitución. Independientemente de que cuente con un proyecto ley que le da vida por diez años, el PNIS y cualquier programa de sustitución necesita de una institucionalidad fuerte y articulada para su realización, condiciones con las que actualmente no cuenta dentro del funcionamiento del Estado. El Consejo Nacional de Estupefaciente, que debería liderar este tipo de procesos, continúa anclado a los lineamientos y directrices de la vieja política antidroga y posee con toda una institucionalidad para mantenerse allí y difícilmente cambiar su posición. Si se habló de Paz antes de los Acuerdos y es posible referirse a una paz por fuera de estos ahora, también es posible hablar de otros programas de sustitución más allá del PNIS, que tengan las condiciones institucionales para su implementación exitosa. Por la complejidad del problema de la producción de drogas en Colombia, se hace incluso necesario una institución del Estado dedicada únicamente a este.

El ordenamiento social y ambiental de la propiedad rural, la formalización de la tenencia de la tierra, el trato penal diferencial para campesinos y colonos cultivadores (contenido en el 4 punto del Acuerdo), y la generación de empleo en el campo consiste, por otra parte, en acciones que son necesarias considerar para avanzar en la solución del problema de las drogas en Colombia. En este caso, el énfasis en lo socioambiental es indispensable. Como se puede observar con el Bajo Cauca, la cronicidad y persistencia de los cultivos de uso ilícito está en zonas montañosas y boscosas de la subregión, donde viven campesinos y colonos y que son zonas de protección especial. La parte llana, dedicada a la ganadería y con mayores niveles de formalidad en la tenencia de la tierra, no presentan plantaciones de coca. De manera que la implementación de un programa de sustitución debe ser a su vez un programa de ordenamiento y fortalecimiento ambiental, con el que se busque no solo la delimitación de la frontera agrícola sino también la conservación y protección de servicios ecosistémicos estratégicos. Colombia está en mora de implementar un programa de sustitución que ponga en su centro la restauración, protección y conservación del medio ambiente.

Preocupa entonces mucho cómo se ha discutido el problema de los cultivos de uso ilícito en los debates de los aspirantes a la presidencia. La legalización es solo una parte del problema, centrada muchas veces en su dimensión económica. Se debe preponderar para que la sustitución sea no solo del cultivo sino también de la red comercial-criminal que la alimenta y que es de carácter global. Por lo que el campesino cultivador debe ser insertado con su actividad productiva dentro de los circuitos económicos regionales y nacionales, y hasta transnacionales. Los proyectos productivos como se han pensado sustituyen el cultivo ilícito, pero no la red comercial que lo sustenta; red que, por injerencia del crimen transnacional organizado, no se desactiva con la captura y persecución local de los criminales que la encarnan. Es indispensable una sustitución en todos los aspectos relacionados con la distribución, comercialización y producción de las drogas, en la que la legalización sería tan solo una parte muy concreta de esta.

Esto, sin embargo, no ha sido tema de debate, así como otras tantas cuestiones fundamentales relacionadas con la política antidroga. Las drogas no se compran con los chicles, pero se compra como chicles, las regalan como dulces en los colegios o sus entornos y se utilizan como vales en las fincas cafeteras del suroeste antioqueño. Combatir las estructuras criminales que se lucran de las drogas ha sido una de las respuestas reiterativas, y eso ha llevado a que miles de campesinos y colonos conozcan la mayor parte del tiempo el brazo militar del Estado. A este país no le conviene un presidente que, en medio de matorrales y plantaciones de coca, esté diciéndole a los criminales a través de los medios que los va a perseguir y capturar. Nuestras regiones no son el salvaje oeste para que tenga lugar esa mentalidad desafortunada de sheriff. Se lo tragará la selva, sin que logre entender esa vorágine de violencia y muerte que ni el Acuerdo de Paz cesó.

Tampoco le conviene un mandatario que quiera esparcir glifosato otra vez sobre el campo colombiano, con posiciones neoconservadoras para referirse a la producción y al consumo de drogas. Los dispositivos y mentalidades de la política antidroga que por más de cuarenta años ha guiado las decisiones del país sobre el tema están presente en varios de los candidatos, disfrazada con el traje nuevo de la legalización de la marihuana. En lo fundamental, ese traje lo cubre el velo moral que dio cabida a la lucha y guerra contra las drogas en los términos que actualmente conocemos y que han mostrado su ineficacia. Criminalizar y militarizar no pueden continuar siendo las respuestas ante este problema, para intervenir las zonas con presencia y persistencia de cultivos de uso ilícito.