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Recuperaron la tierra en Urabá, pero tienen miedo de los opositores ganaderos

Después de 15 años de reclamar la tierra, una familia de Mutatá recuperó las 22 hectáreas que en 1995 vendieron a un precio irrisorio de cinco millones de pesos. Hoy tienen la sentencia, están a la espera de la restitución material y no ocultan el miedo de ocupar el predio, luego de los asesinatos, desapariciones y atentados de los que han sido víctimas.

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La noticia lo sorprendió en la calle el 30 de agosto. “Yo me guindé a gritar como un loco en una calle, iba pasando una gente que no conocía y empecé a abrazarlos”, dice emocionado Ricardo Antonio Guisao. Les dijo que era un reclamante de tierras. No les dijo que recuperó la tierra que su papá vendió a un precio irrisorio en 1995 cuando la familia huyó desplazada de Mutatá, en el Urabá antioqueño. No les dijo que recuperó la tierra luego de vivir un atentado, de vivir el desplazamiento, de vivir la desaparición de dos hermanos, uno de ellos reclutado por un grupo guerrillero, de vivir la muerte de otro hermano, de vivir la ausencia de su papá, que murió de un cáncer antes de recuperar la tierra en la que quería morir.

No dijo todo lo que vivió, en ese momento solo pensó en su alegría. Llamó a su esposa, Adriana Sepúlveda, y le contó la historia de la llamada, lo que le dijo “la doctora”, de que había salido la sentencia y de que era cuestión de tiempo recuperar la tierra que estaba en manos del ganadero Afiber de Jesús Aguirre.

Ahora están esperando que los llame un juez, que les diga la hora, la fecha, porque ellos, mientras conversan en casa, ya saben lo que quieren hacer: sembrar, tener vacas y mulas y gallinas, y construir una casa o un cambuche. Empezar una nueva vida en la que no les es ajeno el miedo.

Una venta a bajo precio

El 16 de agosto de 1991 el Incora le adjudicó a Misael Antonio Guisao y a Gabriela de Jesús Gómez la “parcela 30 hacienda Bejuquillo”, de poco más de 21 hectáreas en el corregimiento Bejuquillo de Mutatá. Si bien no vivían allí, tenían cultivos de yuca.

La tragedia empezó cuando un grupo guerrillero reclutó un hijo extramatrimonial de Misael, un muchacho de catorce años de nombre John Albeiro, el 22 de noviembre de 1995. Cuenta la familia que otro hermano, Héctor, en medio de los tragos, dijo que vengaría la desaparición de su hermano a manos de la guerrilla. Por lo que el primero de enero de 1996 fue asesinado por Elda Neyis Mosquera, conocida como Karina, quien era integrante de las Farc. La familia enterró a su hijo el 3 de enero en Mutatá y esa misma noche tomaron un bus hacia Medellín.

Es ahí cuando apareció el ganadero Afiber de Jesús Aguirre, que llamaba insistentemente a Misael Antonio. Según la sentencia de la Sala Civil Especializada en Restitución de Tierras del Tribunal Superior de Antioquia, Afiber le dijo a Misael que lo mejor era que vendiera su tierra, con el argumento de que los paramilitares podrían matarlo por tener a un hijo en las filas de la guerrilla.

Es cuando John Jairo Molina, cercano a Afiber, se reunió con Misael en Medellín y le pagó cinco millones de pesos por las 24 hectáreas de tierra que había dejado en Mutatá. Por entonces, vivían hacinados en una casa en el barrio Vallejuelos.

Dice la sentencia que la Parcela 30 Hacienda Bejuquillo “fue adquirida en aprovechamiento de las circunstancias irregulares de violación de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario que padecieron los originales adjudicatarios” y que Afiber Aguirre, señalado de ser hermano de Juan Carlos Aguirre, entonces miembro de un grupo paramilitar en el Urabá, “no es una persona vulnerable y tampoco [adquirió] el inmueble objeto de reclamo para solucionar un problema fundamental de vivienda”.

Por su parte, en el desplazamiento forzada en Medellín, Misael le dijo a su familia que soñaba con volver a vivir en su tierra, pero murió de un cáncer de pulmón en 2002; mientras que su hijo Ricardo se enamoró de Adriana Sepúlveda Guisao, una mujer que también estaba desplazada en la ciudad, luego de que los paramilitares asesinaran a su esposo Fabio Rodríguez. En el 2000 ella le dijo que regresaba a Mutatá, que no quería seguir desplazada, que se arriesgaba, que se iba. Volvieron al Urabá, pero fue otra tragedia.

La tragedia de volver

“Es tanto el sufrimiento que hemos tenido y las cosas que hemos pasado, que a uno se le olvida”, dice Ricardo. Pero quien empezó la lucha de la reclamación fue Adriana, su esposa, con quien lleva 24 años. Iniciaron la reclamación de la tierra junto a Benigno Gil, un líder reclamante fundador de la Asociación Tierra y Vida, asesinado el 22 de noviembre de 2008. Él es uno de los 25 líderes reclamantes de tierras asesinado en Urabá entre 2008 y 2018.

Porque volver y reclamar trajo consigo la estigmatización, el miedo y los ataques. Adriana fue despedida de su trabajo en la Asociación Ganadera de Urabá (Aganar) en 2009, al ser señalada de “invasora”. Dice un informe elaborado por el Instituto Popular de Capacitación (IPC) para Usaid, que le cancelaron el contrato porque “su jefe le expresó que ya no podía dar más contratos por disposición de los opositores de su esposo, el señor Afiber Aguirre”.

Dice Ricardo que “hubo momentos donde maldecía el momento en el que me metí a reclamar la tierra. Lo más sencillo que hay en la vida es jugar fútbol, y hasta para jugar fútbol me cerraron las puertas allá. La mayoría de la gente me la pusieron en contra. En este momento cuento solo con mi familia, mis dos hermanas, mi mamá, mi esposa y mi hija. No puedo decir que tengo un amigo que me dio la mano. Porque hasta los amigos que tenía me dieron la espalda. Me fui quedando solo, solo.” Es más, se salvó de un atentado que le hicieron los paramilitares. Le pidieron que se arrodillara y en un descuido huyó corriendo.

Ricardo y Adriana crearon una empresa de queso mozzarella. Hubo momentos en los que dejaron de venderles la leche. Cuenta ella que “nos le echaban aceite, agua o acpm a la leche. Fue muy triste, porque me tocó luchar, porque hoy en día tengo esa deuda, pero no importa, estoy feliz porque mi esposo está feliz y podrá trabajar la tierra.”

El sueño de recuperar la tierra

Ambos esperan una llamada, un mensaje, que un juez les diga el día y la hora en el que harán la restitución material del predio. De los siete hijos que tuvieron los padres de Ricardo solo viven tres. Dos de sus hermanas viven lejos de Urabá y quieren que sea Ricardo el que vuelva a la tierra de la familia. Hoy no está Misael el papá. Gabriela de Jesús, la mamá, está en Medellín, enferma, ya ciega, ya con un alzhéimer, aunque a veces le dice a una de sus hijas que la lleven a su tierra en Urabá, que quiere morir allá.

Ricardo dice que le da miedo volver a la tierra, después de la tragedia de su familia, después de todo lo que han vivido por enfrentarse a un ganadero, pero, ante todo, quiere seguir un sueño: “producir comida, porque siempre mi papá me enseñó eso. Yo me he soñado trabajando la tierra, tener vaquitas, las bestias, las bestias para mí son una familia. Tener ganado, una casita para vivir allá. La meta mía es vivir de eso, yo no cuento con más para vivir porque no me dan trabajo por reclamar.”

“Nosotros decimos por aquí que nosotros compramos la silla sin tener la bestia”, agrega Adriana, “y nosotros ya habíamos hablado que llegaríamos a la tierra, vamos a hacer una casa o al menos de plástico, nos metemos ahí, vamos a hacer cocheras, vamos a tener marranos, gallina, pescado, necesitamos comida, vamos a hacerla productiva.”

“Lo que se viene no es fácil”, agrega él, “sí le da nervios a uno, porque al miedo no le hicieron pantalones. Es una cosa muy dura, pero yo creo que soy capaz de luchar por lo que mi padre hace tiempo dejó.”

Juan Camilo Gallego Castro
Periodista de la Universidad de Antioquia. Autor de los libros "Aquitania. Siempre se vuelve al primer amor" (Sílaba Editores, 2016) y "Con el miedo esculpido en la piel" (Hombre Nuevo Editores, 2013). Algunas de sus crónicas han sido publicadas en Frontera D (España), El Espectador, Verdad Abierta, Pacifista!, Universo Centro y Hacemos Memoria.