Inicio Derechos Humanos Producción Académica Persiguiendo el “moño”: ¡criminalización de la pobreza!

Persiguiendo el “moño”: ¡criminalización de la pobreza!

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Por: Hernando León Londoño Berrio[1]

La entronización del modelo de Estado neoliberal, a la par que ha implicado un incesante proceso de desregulación jurídica de la economía, a partir del cual el Estado deja los asuntos relativos al bienestar general en manos de las leyes de la libre competencia que imperan en el mercado, también ha significado el incrementó del ejercicio del poder punitivo estatal en contra de los pobres, excluidos y marginados socialmente que se producen como fruto de tal trasferencia de competencias. Ante la creciente incapacidad estatal para resolver los problemas sociales, lo único que le queda por hacer es exacerbar los discursos y prácticas autoritarias y represivas para mantener un halo de legitimidad a su pervivencia. Estos procesos de desregulación económica e incremento de la criminalización de la pobreza, han representado un cambio cualitativo fundamental a la hora de denominar a las formas estatales predominantes en nuestra época: hemos pasado del modelo del Estado Social o de Bienestar hacia el del Estado Penal o de Seguridad.

El Estado colombiano no ha sido ajeno a estas transformaciones, pues por el contrario, en nuestro escenario se han implementado de manera casi dogmática las recetas neoliberales, las cuales han enfrentado con ferocidad y ensañamiento los postulados del modelo de Estado Social de Derecho proclamado en nuestra Constitución Política, con el objeto de reducir las garantías socioeconómicas en aras de un escenario de libre mercado, a la vez que soslayando los derechos y libertades individuales para favorecer los procesos de criminalización de la pobreza y de expresiones de resistencia política a las injusticias sociales que el modelo neoliberal produce de manera creciente en los diferentes territorios.

Una de las expresiones de los procesos de criminalización de la pobreza, es el de la persecución penal al consumidor de marihuana. A pesar que han existido intervenciones de la jurisdicción en favor de la protección del consumidor, a nivel gubernamental y legislativo han arreciado las actuaciones en aras de justificar intervenciones punitivas y administrativas en contra de quienes consumen marihuana y otras drogas consideradas ilícitas. Obviamente, no se trata de intervenciones en términos de igualdad, pues en este proceso de criminalización se evidencian y reproducen las profundas desigualdades presentes en nuestra sociedad. Se persigue al marihuanero del centro, de la esquina del barrio, del parche de jóvenes, aquel que la imaginería social ha constituido en un sujeto “peligroso”; pasando por alto otro de tipos de consumos, tales como los que se dan en las zonas vip de discotecas y clubes sociales exclusivos de la ciudad.

En este artículo se realiza una reflexión en torno a las contradicciones y paradojas que encierran los diferentes intentos jurídicos por criminalizar el consumo de marihuana y las implicaciones que ello trae en términos de legitimidad para el Estado, desde la perspectiva del respeto y vigencia de los Derechos Humanos.

1. Pequeña reseña histórica

Siguiendo los lineamientos impuestos en las Convenciones Internacionales de la ONU sobre estupefacientes y sustancias psicotrópicas, la Ley 30 de 1986 estableció tratar como “contraventor” -eufemismo de delincuente, con el cual se criminaliza al consumidor ocasional o recreativo-, al cual se le impone pena privativa de la libertad, la cual puede ser agravada en casos de reincidencia. Y con respecto a los adictos, con el pretexto del “tratamiento”, prescribía una intervención coactiva sobre la libertad, por tiempo indeterminado. Además, les asignaba la competencia para la investigación y el juzgamiento a autoridades del ejecutivo (gobernador, intendente, comisario, alcalde mayor de Bogotá, en primera instancia; y el ministerio del interior, para la segunda instancia) a través de un procedimiento lesivo de manera manifiesta del debido proceso.

Igualmente en la Ley 30 se reguló, en el artículo 2, literal j, lo atinente a la dosis para uso personal en los siguientes términos: “Es la cantidad de estupefacientes que una persona porta o conserva para su propio consumo. Es dosis para uso personal la cantidad de marihuana que no exceda de veinte (20) gramos; la de marihuana hachís la que no exceda de cinco (5) gramos; de cocaína o cualquier sustancia a base de cocaína la que no exceda de un (1) gramo, y de metacualona la que no exceda de dos (2) gramo”.

Frente a esta norma, la Corte Constitucional en la sentencia C-221 de 1994, con ponencia del magistrado Carlos Gaviria Díaz, declaró su inexequibilidad y determinó la despenalización de la dosis personal, argumentando, entre otras cosas, que en un Estado Social y Democrático de Derecho, prevalece la libertad, razón por la cual, para que se prohíba y trate como delito una conducta, se debe acreditar que la misma agrede o pone en peligro derechos de terceros. Pero no cualquier derecho y cualquiera sea la forma de afectarlo. Tiene que ser derechos importantes, de aquellos que son la columna vertebral del sistema social, y la afectación a ellos debe ser grave contra derechos de otros y el consumo de la dosis personal o portar y tener droga con este fin, no perjudica los derechos fundamentales de terceros.

La Corte dijo además en esa oportunidad, que la despenalización de la dosis personal, no se hacía por capricho, sino que era la única decisión respetuosa de principios y derechos fundantes de un estado social de derecho, esto es, la Dignidad humana, la autonomía ética de la persona y el libre desarrollo de la personalidad.

Asimismo señaló que las decisiones en asuntos sobre cómo se representa y quiere lograr la “vida buena”, es del resorte exclusivo de la persona, no es criminalizable de ninguna manera. La autonomía ética de la persona, no autoriza a relevarlo de las decisiones sobre asuntos que sólo a él conciernen. Violentarlo a través de una pena o cualquier otra forma de coerción, para imponerle una moral o una particular visión de vida buena, es afrentar su dignidad humana. Y cuando estamos hablando de dignidad humana, se alude al principio constitucional que es el soporte o del cual emanan todos los demás principios constitucionales; y aún más, la misma Corte Constitucional reconoce que la dignidad humana, su salvaguarda, su respeto, es la “razón de ser, principio y fin último de la organización estatal”.

De lo anterior se deriva que, si por ejemplo, alguien disfruta del tabaco, o le gusta tomarse unos “chorros” el fin de semana compartidos con sus amistades, coactivamente el Estado no tiene legitimidad para tratarle como delincuente, privándola de su libertad o imponiéndole un tratamiento terapéutico en contra de su voluntad, porque lo “pilla” fumándome un cigarrillo o departiendo en un bar al calor de bebidas espirituosas. Lo mismo acontece con la marihuana:

[…] los asuntos que sólo a la persona atañen, sólo por ella deben ser decididos. Decidir por ella es arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla a la condición de objeto, cosificarla, convertirla en medio para los fines que por fuera de ella se eligen […]. Reconocer y garantizar el libre desarrollo de la personalidad, pero fijándole como límites el capricho del legislador, es un truco ilusorio para negar lo que se afirma. Equivale a esto: “Usted es libre para elegir, pero sólo para elegir lo bueno y qué es lo bueno, se lo dice el Estado”

Un nuevo intento de criminalización se presentó con la Ley 745 de 2002, la cual erigió como contravención el consumo de drogas (legales e ilegales, estupefacientes o que produzcan dependencia), cuando este se da en presencia menores, en establecimientos educativos o lugares aledaños, o en el domicilio de menores. La fuerza pública era autorizada a retirar al infractor y decomisar la sustancia; pero de manera explícita se prohibió la privación de la libertad. Y el procedimiento para imponer la multa fue declarado inexequible por la Corte Constitucional a través de la sentencia C-101 de 2004, lo cual hasta el presente, no se ha regulado, por tal motivo, no es posible imponer multas con fundamento en esta ley.

Años después, el Acto Legislativo 02 de 2009, previó, en el artículo 1º, Inciso 6º, que “El porte y el consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas está prohibido, salvo prescripción médica. Con fines preventivos y rehabilitadores la ley establecerá medidas y tratamientos administrativos de orden pedagógico, profiláctico o terapéutico para las personas que consuman dichas sustancias. El sometimiento a esas medidas y tratamientos requiere el consentimiento informado del adicto.”

La Corte Constitucional en las Sentencias C- 574 de 2011 y C-882 de 2011, concluyó que el Acto Legislativo por ser una consagración constitucional, tiene mayor peso (fuerza jurídica) que cualquiera otra regulación (ley o decreto presidencial, ordenanza, acuerdo municipal o decreto alcalde), y define los límites, las condiciones de validez y de legitimidad, de cualquier regulación sobre la materia, esto es, el consumo y la adicción a drogas “prohibidas”. ¿Y cuáles son esos límites?

  1. Que aunque el porte o consumo de droga (marihuana) está prohibido, ello no comporta autorización para criminalizar la conducta e irrogar una pena, sino que esta prohibición solo busca (paradójico) facilitar los fines “preventivos y rehabilitadores”.
  2. Y autoriza que con dichos fines la ley establezca medidas y tratamientos administrativos de “índole pedagógico, profiláctico y terapéutico para las personas que consuman dichas sustancias”,
  3. Pero cualesquiera fueran éstos, debe mediar previamente el consentimiento informado del adicto.

Es decir, que nadie puede capturar y llevar a ninguna dependencia oficial, con el pretexto de este acto legislativo, que aunque prohíbe, lo es para legitimar intervenciones terapéuticas, pedagógicas, profilácticas, que requieren el consentimiento informado de la persona que consume.

¿Y qué es un consentimiento libre e informado? Libre implica que la determinación que tome no puede ser mediada o producto de la violencia, coacción o engaño. Se engaña, cuando se exagera el riesgo o se omiten peligros del tratamiento. Y como es libre, la persona tiene pleno derecho a renunciar al tratamiento. Informado, significa que la decisión debe fundarse en un conocimiento adecuado y suficiente de todos los datos que sean relevantes para que el enfermo pueda comprender los riesgos y beneficios de la intervención terapéutica, y valorar las posibilidades de las más importantes alternativas de curación, las cuales deben incluir la ausencia de cualquier tipo de tratamiento.

Finalmente, la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, en sentencia del 12 de noviembre de 2012, con ponencia del Magistrado Gustavo Enrique Malo Fernández, estableció que portes superiores a las cantidades definidas como dosis mínima personal, no son objeto de criminalización. En este sentido aclaró que, tratándose de los casos de porte de la dosis personal, es decir, el porte de 20 gramos de marihuana, se trata de una conducta legal y legítima reconocida por la Corte Constitucional como ejercicio del libre desarrollo de la personalidad, nunca punible. Cuando se trate de casos de porte o tenencia de droga en cantidades un poco superiores a las prefijadas como dosis personal, tales conductas deben tratarse de manera equivalente a la dosis persona, siempre que se acredite que estaba destinada al propio consumo. Finalmente, en los casos en los cuales las cantidades superiores a la prefijada por la ley como dosis personal, no es antijurídica, cuando se acredite que la persona “indudablemente perseguía satisfacer su propia necesidad de consumo y no finalidades de tráfico”, pues tal comportamiento “no tiene la potencialidad de afectar bienes jurídicos ajenos (la salud, la seguridad pública o el orden económico y social)”.

Y en los casos de duda, ¿qué debe suceder? La Constitución Política de 1991 postula que en estos eventos, la aplicación del principio del in dubio pro reo, debe aplicarse, es decir, cuando no se logré desvirtuar de manera definitiva la presunción de inocencia, y lo único que queden sean dudas con relación al comportamiento, lo que procede es la libertad.

Los argumentos presentados por la Corte Suprema de Justicia, en consonancia con lo estipulado por la Corte Constitucional, están dirigidos, no solo a maximizar el espectro de respeto a los derechos y libertades del consumidor, sino además a indicar hacia donde debe dirigirse la política criminal frente al problema de las drogas ilícitas. Al respecto la Corte Suprema señala que, de acuerdo con este fallo, las obligaciones derivadas para las autoridades judiciales y de Policía deben dirigirse a los eslabones fuertes de la cadena:

En adelante, la Fiscalía General de la Nación, la Policía Nacional y los órganos de policía judicial deberán dirigir su persecución hacia los verdaderos traficantes de narcóticos que son quienes lesionan o ponen en peligro efectivamente los bienes jurídicos tutelados. En cambio, a los consumidores habrán de brindarles la protección reforzada a que también están obligados por ser todas ellas autoridades estatales. Ahora bien, lo anterior no implica que el consumidor que incurra en conductas de tráfico ilícito de estupefacientes, no pueda ser judicializado, porque en ese proceder sí trasciende su fuero interno afectando los bienes jurídicos de la salud pública, la seguridad pública y el orden socioeconómico.

2. La criminalización del consumidor: contradicciones y paradojas 

  • La criminalización del consumo o de la dependencia a las drogas ilegales, entroniza una discriminación a favor de sustancias legales con efectos similares, circunstancia que no tiene justificación. En Colombia hay problemas con las drogas, que nombramos “medicamentos”, y son más graves que los que representa el consumo y el porte para el consumo de la marihuana, los cuales se relacionan con las patentes y los derechos de explotación de decenas de años, que les permite a las farmacéuticas establecer precios de monopolio, inaccesibles para los pobres, y que descapitalizan los recursos públicos para la salud pública. Aquí tuvimos, por inmoralidad o servilismo, la decisión de regularlos con la libre oferta y demanda, libertad de precios, y las multinacionales farmacéuticas impusieron precios hasta de 1.000% mayor que los europeos, cuando éstos, en términos del PIB o por salario mínimo, tienen capacidad adquisitiva 5 o diez veces más que la nuestra.

Culturalmente hay que construir diques para el uso responsable de las drogas (legales e ilegales). La cultura no ayuda, las ha convertido en mercancía e, incluso, nos hemos convertido en mercancía, y como símbolo de estatus se posicionan algunas drogas. Pero lo que resulta inadmisible, por inconstitucional y arbitrario, es agredir la libertad, con supuestos fines terapéuticos o rehabilitadores. Cada uno encara esa lucha y es una responsabilidad moral (consigo mismo), ética (con  los demás), y va labrando las formas de resistencia respecto a sus debilidades y el Estado o el sistema de salud, tiene también lo obligación de acompañarnos y de ayudarnos si lo requerimos y si se lo solicitamos, pero no mediado por la violencia.

  • Dizque para resocializarlo. ¡Farsantes! Condenar a personas por consumir marihuana, y remitirlo a una cárcel, es simplemente cambiarlo de “olla”: sale del mercado callejero, de las “ollas” y pasa al mercado de las “ollas” de la cárcel, cuyo monopolio es de los caciques, en connivencia con el poder administrativo carcelario (negocio de ambos). En las cárceles nuestras, todo se vende, hasta la cárcel misma, cada baldosa tiene un precio, y el metro cuadrado de “Bellavista” es más costoso que la milla de oro de El Poblado.

La violencia de la pena (cárcel) no es una bagatela, el condenado pierde la libertad, el trabajo, el buen nombre, la familia, los amigos, la salud, la integridad sexual y los derechos políticos (ser elegido a cargos de representación popular (congresista) y a dignidades (magistrados CSJ y Corte Constitucional, Consejero de Estado). Y cuando paga la pena, el estigma de expresidiario, le impide conseguir trabajo, la sociedad lo rechaza, lo desplazan, lo ejecutan los escuadrones de la muerte en operaciones de “limpieza social” o son presentados como “falsos positivos”, sufre recurrentes capturas administrativas, etc. Si esta violencia, con tantas consecuencias en la vida de las personas, resulta ilegítima porque termina siendo una tortura, un “trato cruel, inhumano y degradante”, así se trate persona que haya afectado los derechos de otros, con mayor razón resulta ilegítima, una infamia, para alguien que con su conducta no afecta los derechos de nadie, como sucede con el caso del marihuanero.

  • Que los marihuaneros reunidos son un peligro. ¿Peligro para quién? Peligro las reuniones de los grandes empresarios, al calor de wiskis, en los clubes sociales para élites, con el fin de repartirse el botín del mercado y acordar la subida de precios de los artículos de primera necesidad. Hace poco, en una resolución de la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) se le imputó un pliego de cargos a reconocidas empresas nacionales y extranjeras (Familia, Kimberly, Papeles Nacionales, Drypers y Papeles de Risaralda), porque en “el marco del presunto cartel estructurado” por las aludidas empresas, “se habría fijado de manera directa e indirecta los precios del papel higiénico, pañuelos para manos y cara, toallas de cocina y servilletas, a través de la imposición de porcentajes en el aumento de precios, tanto máximos como mínimos y mediante la estipulación conjunta de los descuentos que se otorgarían por volumen”. Según cálculos de la Superintendencia, las ventas de todos los productos de este sector superan los 12,1 billones de pesos entre 2000 y 2013, y si se fija un aumento artificial de los precios de entre 10 y 30 por ciento, les pudo haber dejado a las empresas ganancias adicionales de entre 1,2 y 3,6 billones de pesos”, afectando el patrimonio y la buena fe de 10 millones de hogares en Colombia.

Peligro, los carteles del azúcar, del cemento, de los medicamentos, de los cuadernos. Peligro, un grupo de integrantes de la fuerza pública, en las estaciones del Metro, haciendo “reclutamiento forzado” o batidas de jóvenes que no han prestado servicio militar, no obstante su prohibición recurrente por la Corte Constitucional, con desprecio incluso del derecho a la objeción de conciencia.

  • En conclusión, como quedó demostrado, al poder político le está vedado criminalizar la conducta del consumo de marihuana, aunque está obligado a informar sobre los riesgos para la salud que científicamente se han acreditado sobre cada una de las “drogas”, sin discriminar entre legales e ilegales, e incluso, a hacer campañas educativas y de prevención para evitar que los grupos más vulnerables sean colonizados por el mercado, y para favorecer un manejo responsable de su uso. En los casos de abuso, que pueden comportar riesgo para la salud personal, reclama como necesarias políticas públicas de contenido preventivo y de rehabilitación, de acceso universal, para quienes en forma libre e informada decidan acogerse a ellas.

Cualquier actuación o intervención por encima de estos parámetros, evidencia los afanes de criminalizar al sujeto que consume marihuana, con el fin de hacer recaer sobre él buena parte de los problemas que aquejan la sociedad. Se aprovecha la vulnerabilidad que representa el consumidor, para a partir de allí mostrar “fortaleza y eficiencia” en la supuesta lucha contra el crimen y la delincuencia. Esa misma “fuerza y eficiencia”, no se vislumbra en la persecución de los fenómenos más complejos de las mafias narcotraficantes, pues en muchos casos ellas han permeado la institucionalidad y la controlan, o su remoción de la sociedad implicaría un grave colapso económico.

El llamado de la Corte Suprema de Justicia a perseguir la verdadera criminalidad, pone en evidencia la gran farsa que representa la persecución del consumidor, pero además ilustra de manera diáfana la forma como a través de la política criminal y el sistema penal se reproducen las escalas de desigualdades presentes en nuestra sociedad, al centrarse de manera preponderante en la criminalización de la pobreza.

[1] Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia. Investigador en residencia del Observatorio de Derechos Humanos y Paz del Instituto Popular de Capacitación –IPC-.