Editorial por José Girón Sierra
Analista del Observatorio de Derechos Humanos del IPC
El escritor Juan Gabriel Vásquez, a quien admiro, se preguntaba en su última columna: ¿De qué paciencia estamos hablando? Haciendo referencia a la afirmación del presidente Santos de que la paciencia de los colombianos no es infinita, con motivo de las ultimas acciones terroristas de las FARC. El enfoque desde el cual el escritor aborda estos últimos hechos de la insurgencia corresponde al de aquella amplia gama de colombianos de la cual hacen parte cuadros importantes del Estado, connotadas figuras de la intelectualidad y también quienes creen que la guerra no es un medio sino un fin, los cuales consideran que la guerra que libra el Estado con la insurgencia se mueve en la dicotomía entre buenos y malos.
Este enfoque parte de la lectura de que el proceso de paz que se adelanta en La Habana (Cuba) es una concesión, no se sabe en razón de qué, del Gobierno hacia una organización que sería causante de todos nuestros males. Se trata entonces, de una negociación entre un Estado víctima y una organización insurgente victimaria, a cuyos miembros, como lo señala Juan Gabriel Vásquez, resulta “repugnante” verlos incorporados a la vida política.
Una mirada como ésta, de un viejo conflicto que ha dejado millones de víctimas, omite las razones históricas, políticas y sociales que condujeron a la confrontación. Deja de lado las razones por las cuales desde comienzos de los 50 una importante masa campesina se vio en la necesidad de tomar las armas para defenderse de la violencia oficial, violencia que no ha cesado y de la cual irrumpen nuevas víctimas objeto de desaparición forzada, de los mal llamados falsos positivos, de la manera violenta como aun se sigue respondiendo a la movilización social y de las acciones que agentes del estado llevan a cabo, conjuntamente con el paramilitarismo, que desde hace rato superan en daños a la misma insurgencia. Llama la atención que se sea demasiado indulgente y hasta permisivo con la motosierra y que con saña se satanicen los cilindros bomba. Que cause urticaria la posibilidad de que un insurgente llegue al congreso pero se haga mutis por el foro al 30% o más que desde rato representan al paramilitarismo y al narcotráfico en este espacio de nuestra restringida democracia. La guerra en términos exactos se la declaró el Estado colombiano a quienes, en algún momento de nuestra historia se atrevieron a reclamar sus derechos o a quienes simplemente se les ocurrió pensar distinto; de allí la responsabilidad que le asiste y que deliberadamente manipula desde una legitimidad bastante discutible.
Cuando se aborda un conflicto armado como el colombiano, un mínimo de rigor reclama que éste sea analizado no desde sus consecuencias sino desde sus causas, sobre todo cuando se aspira a que su solución y/o transformación se pueda abocar desde opciones civilistas y no armadas. La guerra y el uso de la violencia en general han acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia y no son pocos los esfuerzos, bastante bien intencionados pero no tan eficaces como se aspiraría, por intentar humanizarla. La guerra es el lenguaje de la destrucción, es la imposición del poder desde la muerte, por eso, un ejercicio valorativo en nada tiene que ver con la dicotomía entre buenos y malos.
No hay ninguna razón justificatoria de la voladura de un acueducto que deja sin agua a todo un municipio, tampoco del asesinato de jóvenes presentados como guerrilleros para obedecer a los requerimientos de resultados de la cúpula militar, menos aún, del despojo violento de las tierras a una masa campesina víctima histórica de toda clase de exclusiones e inequidades. Pero sí debemos reclamar a los agentes de la guerra que asuman las responsabilidades de haber decidido, por razones que deberán siempre explicitarse en el marco de la verdad, su decisión de que era el camino de las armas y la violencia, en su amplia gama de expresiones, la mejor opción para resolver sus diferencias. Por eso el paso dado en La Habana, al convenir un marco de principios para abordar el tema de las víctimas, marca una diferencia sustancial con los anteriores procesos de negociación y coloca al Estado colombiano y a la insurgencia como artífices de este conflicto, no ante la dicotomía antes aludida sino ante el juicio que se derive de la verdad histórica, esto es: ¿por qué se llegó a donde se llegó?
La repugnancia es un sentimiento bastante primario, pero un ejercicio más desapasionado de la guerra, de la mano de la historia y de las ciencias sociales en general, bien podría dársele un fundamento más racional y hasta darle cabida a este sentimiento primario, no para abrochárselo a un actor armado u otro, sino para expresar el rechazo y la más profunda aversión hacia la guerra, hacia los señores de la destrucción. Lo sería de igual modo, hacia esa estructura valorativa de los guerreros que colocan la vida en una escala tan baja, así también, hacia quienes desde el poder someten sin escrúpulo alguno a situaciones de exclusión e inequidad a muchos, degradando su existencia.
El comportamiento político de la sociedad colombiana en las últimas elecciones, puede leerse como la expresión de una cultura política atrasada en donde aún es dominante la apatía y el poco interés por todo aquello que atañe a lo público. Otra mirada indicaría que tanta indolencia del poder, tanta violencia que cíclicamente victimiza y revictimiza, han propiciado que esa amplia masa subalterna asuma el pesimismo y la desconfianza como una manera de tomar distancia para sobrevivir en este mundo que se ha propuesto hacer de su existencia una tragedia. Estos subalternos, que en la actualidad se autodenominan indignados, quienes han dado y siguen dando muestras de una infinita paciencia, están pidiendo que efectivamente se den hechos que les permitan creer y vivir la experiencia de ser sujetos para la construcción.
Siempre se ha dicho que precipitar una confrontación armada y mantener vivos los argumentos para perpetuarla no requiere de mucha imaginación. En este caso, casi siempre son dos los que lo deciden. Desmontar los argumentos que le dieron origen al conflicto, cicatrizar las heridas causadas y promover un escenario de construcción, que no es otra cosa que una sociedad reconciliada, exige imaginación pero ante todo mucha paciencia y generosidad. En este último caso, son los agentes de la guerra con la sociedad en su conjunto, quienes deben caminar de la mano en un proceso complejo y largo que permita imaginar y concretar los cambios que sean necesarios.
La impaciencia nos ha llevado a no pocos fracasos en los intentos por resolver políticamente esta guerra que tanto dolor ha dejado. No debe olvidarse que todo proceso de paz camina en el borde del abismo y no es posible que sea la impaciencia la que una vez más nos precipite al abismo de la guerra sin fin.
José giron sierra
Agosto de 2014