Editorial por José Girón Sierra
Analista del Observatorio de Derechos Humanos del IPC
Hechos violentos que han culminado con muertes que no deberían haber ocurrido, han colocado al fútbol en el primer plano de la opinión pública. No se trata por supuesto de una situación nueva, pues es larga la lista de medidas que en distintos momentos se han implementado.
Al respecto se pueden señalar: la prohibición de entrar a los partidos con las camisetas distintivas de los equipos; los partidos a puerta cerrada; la solicitud reiterada de judicializar a los “desadaptados”; la instalación de cámaras en los estadios, para identificar a los violentos; la propuesta y desarrollo de pactos de convivencia entre las barras; y las sanciones a los equipos de fútbol con el cierre de estadios y la imposición de importantes sanciones económicas.
La realidad es que los resultados han sido pobres pues ya los espacios de confrontación no son los estadios sino los medios de transporte, los barrios e inclusive las vías de acceso a las ciudades. Estos cambios en el modus operandi, que desbordan cualquier posibilidad policiva, debieran haberle planteado preguntas al gobierno en sus distintas escalas, ya que como disco rayado no tiene otro modelo de intervención que la búsqueda obsesiva de la judicialización. Se sigue con la idea, bastante equivocada, de que basta con el poder intimidatorio de la reclusión en las cárceles para provocar los cambios en la conducta de los ciudadanos y en este caso, de los hinchas. Si eso fuera cierto, el hacinamiento que hoy viven las cárceles colombianas debería tener como correlato un país más seguro, lo cual dista mucho de la realidad. El libreto es el mismo: así como proceden en las comunas y en el manejo de la protesta social, la respuesta del Estado y de la sociedad, en no poco grado, ha sido poner en juego todo el aparato coercitivo. Esa es la manera como se expresa la idea de seguridad tan dominante en la esfera del Gobierno.
La realidad es que los resultados han sido pobres pues los espacios de confrontación ya no son los estadios sino los medios de transporte, los barrios, e inclusive las vías de acceso a las ciudades. Estos cambios en el modus operandi que desbordan cualquier posibilidad policiva, debieran haberle planteado preguntas al gobierno, en sus distintas escalas, ya que, como disco rayado, no tiene otro modelo de intervención que la búsqueda obsesiva de la judicialización. Se sigue con la idea, bastante equivocada, de que basta con el poder intimidatorio de la reclusión en las cárceles para provocar los cambios en la conducta de los ciudadanos y en este caso, de los hinchas. Si eso fuera cierto, el hacinamiento que hoy viven las cárceles colombianas debería tener como correlato un país más seguro, lo cual dista mucho de la realidad. El libreto es el mismo: así como procede en las comunas y en el manejo de la protesta social, la respuesta del Estado y de la sociedad, en gran medida, es asignarle al aparato coercitivo toda la responsabilidad y el monopolio de las soluciones. De esta manera se expresa la idea de seguridad dominante, motivada por los hechos, más no por un ejercicio analítico de lo que sucede.
El futbol, como expresión de masas, es bien sabido que entraña la mayor movilización de las pasiones. Adquiere entonces para los sujetos y en particular para las barras -la manera como se organizan sus hinchas- un importante espacio, no sólo de socialización, sino como elemento constitutivo en la construcción de sus identidades. En la política es posible encontrar algo similar. Allí, al lado de unas ideas, de unos liderazgos que encarnan proyectos de sociedad y de unos símbolos que también mueven las pasiones, se instalan creencias y valores. Como el futbol, la política expresa una manera de ser y de estar en el mundo, no es casual que el deporte en general y el futbol en particular caminen de la mano de la política, se trata de una buena veta para avivar los nacionalismos y no son pocos los políticos que gustan de posar al lado de figuras deportivas en sus campañas.
No podría separarse la manera como se desenvuelve en una sociedad ese componente pasional, siempre irracional, que desencadenan el futbol y la política y el modo como esa misma sociedad ha incorporado conceptos claves como la INCLUSIÓN y el tratamiento de lo DIFERENTE.
La larga historia de guerras y de violencias en Colombia ha dejado la impronta de que al contradictor, al oponente, al diferente se le elimina. Como praxis no hay, pues, mucha diferencia del llamado a eliminar a los liberales, a los rojos, del llamado a eliminar a los verdes o a los azules. Ahí está la larga lista de crímenes políticos, la lista de crímenes de líderes sociales, ya casi imposible de aprehender, los innominados que han caído por pequeñas diferencias entre vecinos y la violencia de género convertida en una verdadera epidemia. Eso es lo que hemos aprendido. Es bastante extraño en las percepciones sociales que tenga cabida la idea entre contradictores, entre diferentes, que sea la palabra el mejor medio para entendernos e inclusive para afirmarnos en nuestras identidades. Lo que hoy sucede en los espacios de un deporte como el futbol, nos retrotrae al ámbito de la desesperanza, en tanto está indicando que son los códigos de la EXCLUSION quienes están bien afincados en las generaciones sobre las cuales estará la responsabilidad de conducir esta sociedad. Es valedera la afirmación de que nos asiste un profundo mal-estar en la cultura o de que, como lo señalaba el director de la policía en Bogotá, estamos en una sociedad profundamente enferma.
Mirados estos hechos, leídos desde las posibilidades que se abren para iniciar un proceso que incorpore, en nuestra manera de ser y de actuar, prácticas civilistas, como sería la consecuencia de un acuerdo entre insurgencia y Gobierno, es el reto que tenemos entre manos, resumido en que ni el futbol ni la política, ni ninguna otra pasión mate y que sea la pervivencia de la diferencia no una amenaza si no nuestra gran oportunidad.
José Girón Sierra
Septiembre 24 de 2013